martes, 27 de diciembre de 2011

veinteonce

Brindé con dos amigas debajo de un árbol gigante en un barcito casi desierto de La Pedrera.
Leí media Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, en un chiringuito, con Drexler de fondo y Pilsen de compañía.
Afiancé amistades nuevas.
Descuidé amistades viejas.
Leí dos cuentos en la Radio de la Ciudad.
Planeé vacaciones en un barcito de San Telmo después de ver al Dante en La Trastienda.
Me dijeron "¿cómo está mi barbie?" en una playa del caribe mientras me servían una piña colada adentro de un coco.
Viajé en una lanchita de nombre Stefány,
me empapé en una lanchita de nombre Stefány,
mi celular azul se murió en una lanchita de nombre Stefány,
mi amiga E. se atrevió a patotear a un negro de dos metros por uno, antes de emprender el regreso en una lanchita de nombre Stefány,
y me reí.
Leí la biografía de Reinaldo Arenas,
y reviví el Antes que anochezca,
y me volví a enojar con Cuba,
y con Fidel,
y con las persecusiones injustas,
y lloré.
Tomé un tazón de chocolate con cognac en un barcito de La Candelaria en Bogotá,
y bailé ballenatos,
y tomé aguardiente,
y miré la Cadena Caracol,
y comí una arepa,
y subí a Monserrate,
y me aluciné con Andrés Carne de Res,
y descubrí que en Bogotá llueve siempre,
y que la lluvia le sienta bien a Bogotá,
y posé en estado de shock para la foto en la Plaza de Bolívar,
tapizada de palomas,
debajo de un paraguas amarillo,
mientras seguía lloviendo en Bogotá.
Escribí un cuento de 17 páginas,
y lo leí,
y lloré cuando lo leí.
Vi 33 películas en los 11 días que duró el Bafici,
y descubrí que el vértigo no es miedo a la altura sino atracción a la caída,
y me enamoré de un Amateur de super 8,
y de Las marimbas del infierno,
y de Yatasto.
Extrañé Casi Ángeles.
Puse televisión por cable.
Me hice adicta a una serie adolescente en canal Glitz.
Conocí a César Aira.
Vi y escuché a la Big Band más de 3 veces,
y a Martín Buscaglia,
y a Les Mentettes,
y a Jamiroquai,
y a Ana Prada,
y a Puente Celeste,
y a Eugenia Brussa,
y a No Chilla,
y a Bomba Estéreo,
y a La Mala,
y a Interpol,
y a otros más.
Leí La historia del pelo primero, y La historia del llanto después,
(vi a Alan Pauls de lejos, en el shoping del Abasto).
Hice de madre dos amaneceres.
Abrí este blog.
Esperé el nacimiento de Renata,
fui feliz cuando nació Renata,
y lloré,
y me reí.
Cumplí 37 años,
cumplí 37 años arriba de un avión que me llevaba a España,
el día que cumplí 37 años subí a otro avión que me llevó a Londres,
y tomé el Underground,
-primero la línea azul, después la línea verde-,
y conocí Notting Hill,
y el mercado de Portobello,
y el Big Ben,
y la Trafalgar Square,
y el Puente de Avignon,
y el Puente de Londres,
y el sol de Londres,
y la lluvia de Londres.
Viajé en tren de Londres a Brusellas.
Viajé en tren de Brusellas a Brujas.
Paseé por los canales,
y caminé,
y festejé mi cumpleaños de 37 en un Irish Pub,
y me reí,
y disfruté.
Viajé en tren de Brujas a Brusellas.
Viajé en tren de Brusellas a Amsterdam.
Volví a pasear por los canales,
y viajé en tranvías azul y blancos,
y me pasé una estación,
y conocí el Redlight District,
y comí queso gouda,
y visité el museo de Van Gohg,
y flasheé,
mucho flasheé,
flasheé con las bicicletas,
-racimos de bicicletas,
hordas de bicicletas,
millares de bicicletas-.
Viajé en tren de Amsterdam a París.
Me estremecí al entrar al Gare du Nord,
y caminé París,
y enmudecí debajo de la Torre Eiffel,
y presencié una rave en La Bastille,
y reviví la historia de los Luises en Versailles,
y pasé una noche en el hotel más lindo,
y me bañé con aceite de rosas en el hotel más lindo,
y comí fromages y tomé muchas tazas de chocolat,
y compré dos libritos que no llegué a regalar,
y subí a Montmartre,
y caminé por los Champs de Mars,
y me senté en el bar Le Polichinelle y me cantaron unos señores con violín, guitarra y contrabajo,
y me reí,
y decidí volver siempre a París.
Viajé en avión de París a Valencia,
y me reencontré con mi amiga J.,
y con mi amiga P.,
y fuimos de bares,
y de tapas,
y palpité un Barcelona- Valencia en las afueras del Mestalla,
y comí paella
-sí, comí paella-,
y conocí castillos en ruinas,
y la plaza de toros,
y la ciudad de artes y ciencias,
y me reí,
mucho me reí,
y supe que el sol viven en España.
Viajé en avión de Valencia a Palma de Mallorca,
y me reencontré con mi amiga L.,
y su marido J.,
y sus dos hijitos,
y volví a recorrer un pedacito de isla,
y estaba toda igual,
pero más linda,
y prometí volver en abril,
-sí, en abril-.
Presencié el regreso de IKV,
y bailé,
y canté,
y desbordé.
Me perdí el Festival de Cine Escandinavo.
Hice muchos regalos.
Sufrí muchos insomnios.
Me emborraché más de lo que hubiera querido,
demasiado más,
inmediblemente más.
Leí La Ciudad y los perros y volví a comprobar la genialidad de su autor.
Salí con amigos,
nuevos y viejos.
Amé a mis sobrinos.
Vi el Diario de Bridget Jones más de 4 veces.
Leí a Puig,
y a Bolaño,
y a Murakami,
y a Aira,
y a Pauls,
y a Vargas Llosa,
y a Clarice,
y a Alejandra,
y a Inés Estévez,
y a Robertita,
y a Kawabata,
y a Restrepo,
y a otros más,
-muchos más-.
Estuve triste,
y me angustié,
y me pregunté,
y me enojé,
y me sarpé.
Pero también
me relajé,
y disfruté,
y estuve feliz,
muy feliz.


domingo, 11 de diciembre de 2011

mi vecino francés

Domingo 6 de septiembre.

Estoy mareada, trasnochada, acelerada y con sueño. No puedo dormir en el viaje porque la cabeza me va a mil, como siempre que trato de condensar la vida en veinticuatro horas de estadía en Lobos: familia, amigos, salidas y amores. No soporto la intensidad. Me transformo en un cúmulo de sensaciones improcesables que desahogo en un mar de alcohol el sábado a la noche. Lobos es un agujero negro y magnético; una cosa honda que me chupa y me expulsa al mismo tiempo. Me muero de ganas de ir y antes de llegar a mi casa pienso a qué carajo vine. Me muero de ganas de volver y antes de tomar la combi la angustia me hace temblar. Lobos me excita, me quiebra, me calma y me vulnera; me vuelve primitiva, me pierde y me encuentra, todo a la vez. Vuelvo en versión despojo de mí.

Siento un poquito de alivio cuando la combi baja de la autopista y entra por Entre Ríos. Buenos Aires es todo lo que Lobos no es. Buenos Aires es indiferente.

Llego a mi casa como a las nueve y media. Dejo la valija en el cuarto y prendo la computadora. Necesito distraerme con páginas web y hablar de boludeces. Me interno en Facebook. Mantengo algunas conversaciones de chat. Esquivo a Marcos, un compañero nuevo de taller que deriva todos los diálogos en sus intenciones obvias pero no directas de tener sexo conmigo. Me hago la viva y desquito con él mis frustraciones amorosas del sábado a la noche. Trato de escribir algo con palabras que empiecen con “a”. El ejercicio de taller habilita cualquier inicial, pero todos mis intentos van a parar a la “a”. Transformo en poema algo que empezó como una frase larga; me gusta. Sin evaluar cuánto de delator puede tener lo que escribí, decido subirlo a mi perfil. Definitivamente no dice nada nuevo. Definitivamente soy una sincericida serial.


Lunes 7 de septiembre.

Apenas pasada la una me voy a la cama, no digo a dormir porque sé que voy a tardar horas en dormirme. Igual me acuesto. Estoy resignada a dar vueltas adentro de mi cabeza. 

Prendo el equipo de música sin cambiar el CD que estuvo sonando hasta el sábado a la mañana antes de irme. Empieza la travesía a caballo de Gustavo Cerati que no puedo dejar de escuchar desde que me compré el disco, el día que salió a la venta la semana pasada. Tengo eso. Cuando me gusta algo lo escucho hasta gastarlo, no puedo pasar a otro disco. Incluso loopeo las dos o tres canciones que más me gustan de forma realmente exasperante para cualquiera que no sea yo, y el botón de REPEAT se vuelve la estrella del equipo. 

Desde la cama veo cómo se filtra la luz del departamento vecino por la cortina gruesa verde manzana. Me levanto a bajar la persiana y pienso: el francés está en casa. Vuelvo a la cama a esperar la hora de dormir.

Vivo en el 7ºC, el A está vacío y el B es uno de esos departamentos de alquiler temporario para turistas. Pasaron muchos inquilinos desde que estoy. Una americana casi adolescente, rubia y simpática. Un inglés negro, trasnochado y pulcro. Una canadiense con cara de abuela, seria y de pelo blanco. Otros que no llamaron particularmente mi atención y otro que sí: el francés de ahora. Está desde hace un mes y medio, usa sombreros a lo Gardel, tiene como 50 pero aparenta 40, es lindo como todos los hombres que se vuelven más lindos cuando empiezan a tener canas, saluda con inclinaciones de sombrero y parece tranquilo y feliz. Me gusta cruzarlo en el palier o en el hall de entrada. Es la única persona del edificio a la que espero para subir el ascensor, del resto me escondo y me hago la que no escuché el ruido de la puerta. Me incomodan los viajes en ascensor y los temas comunes en un espacio de un metro cuadrado por dos de altura, con un espejo desproporcionadamente grande comparado con el resto de las dimensiones, y una luz blanca que amplifica a la mil todos los gestos. Pero con el francés es distinto, porque no hablamos el mismo idioma y porque mira para abajo y se siente tan incómodo como yo. Entonces se cumple la regla de menos por menos más y las dos incomodidades se transforman en comodidad y dura siete pisos.

Pedro, el encargado, me contó que el francés alquiló este departamento para estar lejos de la mujer, que trabaja en la Embajada de Francia. También que trae tipos -anda con hombres, dijo- y que tiene problemas con los hijos. Pienso en cuánto de cierto tendrán los chusmeríos de Pedro mientras sigo dando vueltas en la cama. Sé que hoy es uno de esos domingos. Sé que el trance recurrente va a llegar. 

Cerca de las cuatro me despierto sobresaltada, transpirada. La escena se repite y es así:

Estoy en la cama queriendo dormir, sin poder dormir.
Estoy en la cama dudando de si duermo o no.
Estoy en la cama semidormida o dormida, y sueño conmigo estando en la cama, queriendo dormirme, sin poder dormir.
En ese semisueño: quiero hablar y no puedo, quiero gritar y no puedo, quiero respirar y tampoco puedo. Escucho ruidos y pasos, empiezo a sentir que alguien entró a mi casa y me va a hacer algo horrible.
Después de un rato que puede ser largo o corto, de sentir que no puedo respirar ni gritar y de sufrir un miedo espantoso, adivino que estoy en ese semisueño recurrente.
Quiero estar ahí sólo para que no sea real. 
Cierro los ojos para no ver más, me concentro y me despierto.
Siempre es igual.
Es un trance que no puedo explicar porque no sé cómo hacerlo. Es como estar viviendo en el medio de dos estados: antes de dormir y dormir del todo. 

Hoy no me despierta la concentración para salir de ahí, me despierta un ruido, algo que puede ser una detonación o un portazo. Siento el alivio de volver a un estado definido otra vez: despierta del todo, y la resignación de volver a estar desvelada. Me levanto. Voy a la computadora pero no hay internet. Vuelvo a la cama a esperar la hora de dormir. Duermo tres horas mal dormidas y suena el despertador. Soy la versión zombi de mí. 

Lo bueno del día y del sol es que deshacen el bolo de pensamientos abstractos de la noche, junto con todas sus ramificaciones todavía más abstractas. Lo bueno del lunes a la mañana es que el único problema atendible es que sea lunes a la mañana. Un lunes largo con la trilogía de la T: Trabajo, Terapia, Taller. 

Trabajo en versión zombi: recibo y contesto mails, evito los llamados telefónicos, sobre todo de mi jefa, y me cuelgo sin retorno en la intersección de filas y columnas de dos o tres planillas de Excel. Rindo el veinte por ciento de lo que llego a rendir los viernes.

En terapia hablo por vez un millón de los desplantes de A., de los ruegos de A., de las llamadas compulsivas de siete a diez del domingo a la mañana de A., de otra chica a la que le dejé de hablar porque me enteré que cogió con A., y de otra serie de eventos relacionados con A. Mi psicóloga sabe más de A. que A. Mi psicóloga me deja hablar y apenas interviene para decirme por vez un millón que me corra del lugar en el que me pone A. Yo no la escucho y le sigo hablando de él.

A las ocho llego a taller y me choco con Tomás que, en persona y de traje, se hace el boludo de las insinuaciones del chat, pero me pone incómoda lo mismo. Mora hace un despliegue de su entusiasmo inagotable y me cuenta con excesivo detalle las novedades acerca de su historia con J., que es histérico y melancólico. Juan lee un texto ingenioso y atrapachicas que me revuelve el estómago y despierta suspiros de las chicas. José llega tarde como siempre y cuenta que le robaron el teléfono otra vez. A José le cuesta tener teléfonos sin que se los roben. Se sienta al lado mío y me codea cada vez que pesca a Tomás mirándome. La profesora nos dice que escribamos dos entrevistas: una a una persona que admiremos mucho, y otra a una que no soportemos, en seguida pienso en Mirtha Legrand. Intento ir por la primera y me doy cuenta de que no sabría qué preguntarle a cualquiera de las personas que admiro, porque sonaría pretenciosa y queriendo parecer inteligente, porque trataría de alejarme del fanatismo y quedaría fría y desinteresada como cuando me gusta alguien y no quiero quedar en evidencia. Pienso que nunca seré capaz de hacer una entrevista con ingenio y naturalidad. Pienso que nunca seré capaz de relacionarme con alguien que me guste, con ingenio o sin él, con naturalidad o sin ella. 

Vuelvo a casa tipo diez. Me acuesto diez y media, desde la cama vuelvo a ver la luz en el departamento del francés. No me levanto a bajar la persiana y me duermo en el acto.


Martes 8 de Septiembre.

Me despierto a las cinco de la mañana con el teléfono. Es otro ataque compulsivo de A. Lo pongo en silencio y no le contesto. En menos de veinte minutos llama 32 veces y escribe 16 mensajes de texto pidiéndome que lo atienda y diciéndome si puede venir a dormir conmigo. No le contesto. Su exceso me paraliza. No sé si mandarlo a la mierda otra vez o preguntarle dónde está y cómo, aunque lo de cómo es bastante obvio. Lo odio y lo amo a la vez. Me odio por no poder reaccionar. Me odio porque lo amo. 

La luz sigue prendida en el departamento del francés. Me levanto a bajar la persiana. Tengo la impresión de que con la persiana levantada y el francés despierto del otro lado, mis miserias sentimentales quedan más expuestas.

Empieza a sonar el teléfono fijo. Pienso qué enfermo está este pibe y lo desconecto. En el fondo me alegra su desesperación por verme. Pienso qué enferma estoy por alegrarme y vuelvo a la cama. No me duermo más. Soy la versión enferma de amor de mí.

Me levanto siete y media. Me baño, me visto, me perfumo y salgo. 

Abajo, Pedro me pregunta si estoy bien porque me ve muy pálida. Le digo que dormí mal pero que estoy bien. Después le sonrío. Sé que se preocupa enserio. Se siente responsable de mí, porque vivo sola y porque tengo mi familia lejos. Es un rol que asumió desde el día que me mudé hace cuatro años y me ayudó a descargar el flete y a subir todo el equipaje sin aceptar propina.

Hoy no puedo verle el lado bueno a que sea de día y a que haya sol. La invasión de A. me ocupa la cabeza y el cuerpo. Tampoco le veo nada bueno a que sea martes. Pienso que los martes el mundo es una mierda.

Trabajo en versión semi-zombi, porque no puedo evitar la parte de los llamados telefónicos, sobre todo de mi jefa. Me voy temprano con la excusa de que tengo que hacer un trámite cerca de casa. 

Llego dos horas antes de lo habitual. Hay un patrullero de policía estacionado en la puerta. Me recibe Pedro con cara de susto. Le pregunto qué pasa con los ojos.

- Luciana, no te asustes. Cuando subas vas a ver movimiento en tu piso. Se mató el francés.
- …
- No sabemos bien cuándo fue, lo encontraron hace una hora.
- …
- ¿Querés que te acompañe?
- No. 
- ¿Estás segura?
- Sí. Me caía bien el francés. No parecía estar por matarse.

Subo los siete pisos en ascensor. Entro a mi departamento sin mirar el revuelo del palier. Pongo ON a la cabalgata musical de Cerati, subo el volumen, me tiro en la cama y me duermo vestida.

Sueño con él. Sueño que es lunes a la madrugada y me toca el timbre. Está despeinado y sin el sombrero, tiene olor a alcohol pero no deja de sonreír, amable y tímido. Me cuenta que está muerto, que se suicidó. Lo miro y le pregunto por qué, le digo que las veces que lo vi no parecía estar por matarse. Me dice que no sabe muy bien, pero que no soportaba más a la mujer, el trabajo en la embajada de la mujer, los hijos y el desprecio de los hijos. No sé qué decirle. Vuelvo a confirmar, esta vez en sueños, que soy pésima para entrevistar, sobre todo a muertos que hablan en francés. Sólo le pregunto si antes de matarse llamó compulsivamente a alguien que no lo atendió. Sonríe pero no contesta. Me enojo con él porque me cuenta todo después de muerto y me deja sin poder hacer nada para ayudarlo. Pienso que igualmente no hubiera sabido qué hacer para ayudarlo pero me enojo lo mismo. Me enojo y me conmuevo, porque ahí, a unos pocos metros, mientras yo me preocupaba por la boludez de un trance entre antes de dormir y dormir del todo, una persona decidía matarse y, lo que es peor, se mataba. 

La palabra suicidio me da vértigo. Vértigo en el sentido de atracción a la caída, no de miedo. Vértigo y también morbo. Seguí con dedicación fanática la muerte suicida del padre de un amigo de mi adolescencia, de la hija del farmacéutico de enfrente de mi casa de Lobos, que se ahorcó en un departamento con el hijo de dos años adelante, de un cocainómano del pueblo que también se ahorcó, a la luz del día y en el Parque Municipal, de Juan Castro y de Alberto Olmedo. Quiero saber qué hay que sentir para reconocer que se está al borde del suicidio. Busco patrones de conducta, historias, relaciones familiares, antecedentes de drogas, características comunes; trato de armar un identikit de la personalidad suicida. Quiero saber si lo planean o si lo deciden de repente y en estado de shock. Quiero saber si estoy adentro o afuera de ese grupo de personas que un día caminan al lado tuyo, se ríen, te besan, te cogen, te llaman 32 veces en menos de veinte minutos, te abrazan y dicen te quiero, y al otro se matan. 


Miércoles 9 de septiembre.

Me despierto a las siete y media, vestida y con la luz prendida. Me levanto, me baño, me visto, me perfumo y salgo.

Pedro está baldeando la vereda.

- Pedro, ¿fue el domingo, no?
- Sí, el domingo.
- ¿Fue un disparo?
- Si, ¿lo escuchaste?
- Si.


Luciana Cáncer.

viernes, 18 de noviembre de 2011

la historia del pelo

Cuando era bebé me creció un pelo oscuro y rebelde, para ser justa debería decir que como tenía un ojo horriblemente hinchado sólo quedó registro en 2 (dos) (¿DOS?) fotografías del álbum familiar.
Nunca me llevé bien con la palabra hinchazón.

De niñita siguió creciendo un pelo ya no tan oscuro, de un lindo castaño más bien claro, con leves ondas. Mi mamá decidió dejarmelo largo, me peinaba con dos colas, o dos trenzas, o media cola, o rodete, o dos rodetitos, o dos trencitas que se unían arriba.
Siempre me llevé bien con la palabra trenza, o rosca, o enrosque.

A la edad de cinco años ya tenía el pelo por la cintura, castaño claro y con reflejos rubios de sol. Mi tío Juan me decía que le gustaba mi pelo largo, entonces yo trataba de hablarle sacudiendo la melena que mi abuela cepillaba pacientemente cada noche antes de dormir. Mi tío Julio, por el contrario, me decía que me lo tenía que cortar a la altura de los hombros "Y..., ¿ya te cortaste el pelo Luci? Dejá de peinarte estrellita". Y yo me moría porque me había encariñado tanto, tanto, pero tanto con mi pelo largo que lo último que quería hacer era cortarlo, pero también con mi tío Julio, y hacer lo que me pedía era siempre un placer, "Luci andá a lo de Kumin y traeme 3 cebollas, después te dejo que mires mientras cocino", "Luci ayudame a poner la mesa", "Luci andá a ver quién es". Yo recibía cada "Luci" con sincera felicidad, Lucis que después mi prima Julia repetiría mientras me hacía ver sus demostraciones natatorias y sus capacidades anfibias a muy temprana edad "Luci, Luci, ¿me viste?" "Luci, Luci, Luci, mirá lo que hagoooooo".
Siempre me llevé bien con la palabra Luci.

A los doce años, en plena crisis de identidad, cometí un grave error: me corté el pelo muy corto, con un flequillo en forma de pirincho, que se reusaba, por supuesto. No hice más que extrañar mi larga melena que mi abuela cepillaba pacientemente, ella decía que lo hacía para que cuando le tocara lavarmela en la pileta del lavadero no le resultara tan trabajoso: "Lavarle el pelo a Luciana es más difícil que lavar una frazada", solía repetir. El pelo no sólo había dejado de ser largo y con reflejos rubios, sino que además había que lavarlo a diario porque se había vuelto repentinamente graso. Siempre había escuchado a mi tía Lili decir que ella tenía el pelo graso sin entender del todo a qué se refería, hasta que me llegaron los doce años.
Nunca me llevé bien con la palabra grasa.

La adolescencia y mi pelo tampoco se llevaron bien, nada bien.
La primera juventud llegó con una especie de redescubrimiento y rebeldía. "Siempre quise ser rubia" le dije al peluquero más trucho de la vida. Y comenzó el derrotero de los reflejos con gorra, decolorante y todo eso. Claro, ¿cómo frenar? Rubia. Rubia. Rubia. Quiero ser rubia. Mi pelo quedó efectivamente rubio, muy rubio. "Ay nena qué rubia te pusiste" me dijo la Abuela Pola de mis primos una mañana. En efecto, estaba completamente rubia. Las almas compulsivas no paran en el pelo con reflejos, siguen, siguen y siguen hasta que la cabeza termina toda teñida de rubio, es así.
Siempre me llevé bien con la palabra compulsión.

Después tuve un novio, después no lo tuve más, y mi ruptura coincidió con un pelo de dos colores, tal y como se usa ahora, raices oscuras y puntas desteñidas. Mal de amores combina con corte de pelo, se sabe. Me puse en manos de un novato en una academia de peluquería que solicitaba modelos. Bastante bien y vuelta al color original. Hice un juramento de no tintura conmigo y seguí siendo felizmente castaña. Los cortes fueron mejorando gracias a mi primo Javier que dejó caer el siguiente comentario: "Tendrías que ir a una peluquería buena", así, como si hubiera dicho "Me gusta el pastel de papas". Pero como yo soy muy permeable a sus sabias opiniones, le hice caso y me enrolé en la categoría de peluquerías buenas. Aún lo agradezco.
Siempre me llevé bien con mi primo Javier.

La siguiente crisis sobrevino en una playa del caribe. "Ay Julia no hay plancha que resista", "Error, tengo la solución y se llama DOVE crema para peinar" dijo mi prima. Cuestión que las idas de la playa a la habitación en busca del producto bendito se multiplicaron en forma creciente, sobre todo considerando aquel tema con la palabra compulsión que ya conocemos. De ahí volvimos broncedas y contentas, con muchas anécdotas divertidas y la siguiente certeza: en las playas, sobre todo en las playas del caribe, hay un único y tirano gobierno: LA HUMEDAD.
Nunca me llevé bien con la palabra humedad.

Después llegó el amigo flequillo. Vino para quedarse. Amigo incondicional ocultador de arrugas. Y melena, larga, larga y más larga. Yo siempre quise volver al pelo largo. "Rebajame un poco pero no me toques el largo", y los peluqueros, a pesar de poner su mayor esfuerzo, siempre recibían mi mejor cara de culo porque cuando terminaban yo me miraba y me veía el pelo muy corto. Y otra vez caí en un juramento: no más peluquerías. Y creció, y creció, y volvió a estar largo hasta la cintura. Y fue objeto de deseo de hombres a los que les gusta tener sexo tironeando el pelo, y mientras los ojos se me ponían cada vez más chinos por el tirón, y el pelo se convertía en una maraña indesenredable, tomé la decisión: me voy a cortar el pelo a la altura de los hombros, mi tío Julio siempre tuvo razón.
Nunca me llevé bien con la palabra tirón.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

lo que añoro

añoro tus cosas imposibles,
tu posibilidad.
añoro el rito,
y las sudestadas,
y los remolinos,
y las danzas rotas,
y los camuflajes.
añoro tus bocanadas de humo que rema en espiral.
añoro pulsar.
añoro tu avenida alcorta cicatriz hoy volví cansado de hablar de mí.
añoro beautiful.
añoro dar paseos inmorales en raptos y cáctus y plantas y puentes.
añoro raíz.
añoro, sólo por hoy, que siempre sea hoy.
añoro chicas lunares de lunas rojas y estrellas de miel.
añoro llevarte para que me lleves a un lugar con parlantes,
o a pasear por roma,
o por karaokes,
o por tu locura,
en un mar de dudas,
o mareas de venus,
u osadías locas,
en cuartos que olvidé.
añoro dejavú.
añoro que adivines mi intención
cuando hoy ya no soy yo,
cuando uno no ama compra,
seduce de mil formas.
añoro fué.
añoro estar a merced,
de artefactos,
de corazones,
de delatores,
de cabezas,
de medusas,
de un lago,
del cielo,
de colores
y de santos.
añoro tu madera que no necesita ningún corazón.



martes, 30 de agosto de 2011

elogio compartido

Se habían visto tres o cuatro veces en total cuando esa noche de año nuevo volvieron a cruzarse después de varios meses.
Ella iba con pantalón negro muy ceñido que acentuaba su cuerpo longuilíneo, musculosa azul francia y sandalias de taco alto. Él, todo de negro y piel blanca. En mitad de la fiesta, en el antro de siempre, se sorprendieron mirándose, se dedicaron un "Feliz año" y su respectivo "Gracias, igualmente" a plena sonrisa, pero siguieron como si cada uno fuera por su lado y se separaron. Así, como si no quisieran quedarse juntos, como si no se gustaran, como si apenas fueran dos casi extraños, esa extrañez que había dejado de ser tal en las tres o cuatro veces que se habían visto ya.
Un rato más tarde y en otro lugar del mismo antro, ella chocó su copa con un amigo y, al saludarlo, lo volvió a ver mirándola, escrutándola, atravesándola. Se acercó a él y lo miró con ojos de gato, lo eclipsó, lo acorraló. Brindaron y él se apartó para escuchar a otro que se arrimó a decirle algo al oído. Cuando volvió la vista, ella lo miró inquisitiva:
- Me dijo que sos linda.
- ¿Eso te dijo?
- Sí, es un elogio compatido. ¿Nos vamos de acá?
Esa mezcla de timidez e irreverencia era su marca, era lo que ella adoraba de él.

domingo, 28 de agosto de 2011

¿cuánto miden tus piernas?

Pasó en una mañana de domingo, o mejor, fin de sábado trasnochado. Por cómo iban vestidos parecía ser verano; ella, de pantalón blanco tipo pescador, remera apretada rosa chicle y sandalias altísimas; él, bermudas, remera rayada de mangas cortas y zapatillas. Salieron de aquel antro con un vaso de plástico cada uno, ojos vidriosos y ese andar mareado por los tragos y urgente de deseo. Se miraron de reojo, sonrieron, él la tomó por la cintura y la besó, fue un beso robado, furtivo, cargado de impaciencia. Ella recostó su cuerpo delgado sobre el de él, visiblemente más alto y grande, tiró el vaso a la calle y se quedó quieta, con la cabeza apoyada en el hueco de su cuello.

Subieron a un auto grande, tamaño familiar. Él tomó la calle que llevaba a la salida del pueblo y, luego de pocos minutos, estacionó en un lugar descampado, un claro abierto que usaba para estar con chicas en su auto.

Se besaron largamente, juguetearon con sus lenguas, se desnudaron, se olfatearon, se rieron, se acariciaron. Para sorpresa de él, ella era frágil y tímida, ávida de mimos, mimos eternos. Él la tenía abrazada con su brazo izquierdo, y al tiempo que la besaba recorría una y otra vez la pierna de ella de punta a punta. Era como si esas piernas larguísimas hubiesen operado algún tipo de hechizo sobre su mano libre, que se antojaba presa, imantada por esa piel blanquísima. Ella se dejó tocar, se dejó hacer, como ensoñada, como borracha, pero no de alcohol, sino de besos.

Después del espasmo, él la miró con ojos serios y le preguntó: ¿cuánto miden tus piernas?