viernes, 18 de noviembre de 2011

la historia del pelo

Cuando era bebé me creció un pelo oscuro y rebelde, para ser justa debería decir que como tenía un ojo horriblemente hinchado sólo quedó registro en 2 (dos) (¿DOS?) fotografías del álbum familiar.
Nunca me llevé bien con la palabra hinchazón.

De niñita siguió creciendo un pelo ya no tan oscuro, de un lindo castaño más bien claro, con leves ondas. Mi mamá decidió dejarmelo largo, me peinaba con dos colas, o dos trenzas, o media cola, o rodete, o dos rodetitos, o dos trencitas que se unían arriba.
Siempre me llevé bien con la palabra trenza, o rosca, o enrosque.

A la edad de cinco años ya tenía el pelo por la cintura, castaño claro y con reflejos rubios de sol. Mi tío Juan me decía que le gustaba mi pelo largo, entonces yo trataba de hablarle sacudiendo la melena que mi abuela cepillaba pacientemente cada noche antes de dormir. Mi tío Julio, por el contrario, me decía que me lo tenía que cortar a la altura de los hombros "Y..., ¿ya te cortaste el pelo Luci? Dejá de peinarte estrellita". Y yo me moría porque me había encariñado tanto, tanto, pero tanto con mi pelo largo que lo último que quería hacer era cortarlo, pero también con mi tío Julio, y hacer lo que me pedía era siempre un placer, "Luci andá a lo de Kumin y traeme 3 cebollas, después te dejo que mires mientras cocino", "Luci ayudame a poner la mesa", "Luci andá a ver quién es". Yo recibía cada "Luci" con sincera felicidad, Lucis que después mi prima Julia repetiría mientras me hacía ver sus demostraciones natatorias y sus capacidades anfibias a muy temprana edad "Luci, Luci, ¿me viste?" "Luci, Luci, Luci, mirá lo que hagoooooo".
Siempre me llevé bien con la palabra Luci.

A los doce años, en plena crisis de identidad, cometí un grave error: me corté el pelo muy corto, con un flequillo en forma de pirincho, que se reusaba, por supuesto. No hice más que extrañar mi larga melena que mi abuela cepillaba pacientemente, ella decía que lo hacía para que cuando le tocara lavarmela en la pileta del lavadero no le resultara tan trabajoso: "Lavarle el pelo a Luciana es más difícil que lavar una frazada", solía repetir. El pelo no sólo había dejado de ser largo y con reflejos rubios, sino que además había que lavarlo a diario porque se había vuelto repentinamente graso. Siempre había escuchado a mi tía Lili decir que ella tenía el pelo graso sin entender del todo a qué se refería, hasta que me llegaron los doce años.
Nunca me llevé bien con la palabra grasa.

La adolescencia y mi pelo tampoco se llevaron bien, nada bien.
La primera juventud llegó con una especie de redescubrimiento y rebeldía. "Siempre quise ser rubia" le dije al peluquero más trucho de la vida. Y comenzó el derrotero de los reflejos con gorra, decolorante y todo eso. Claro, ¿cómo frenar? Rubia. Rubia. Rubia. Quiero ser rubia. Mi pelo quedó efectivamente rubio, muy rubio. "Ay nena qué rubia te pusiste" me dijo la Abuela Pola de mis primos una mañana. En efecto, estaba completamente rubia. Las almas compulsivas no paran en el pelo con reflejos, siguen, siguen y siguen hasta que la cabeza termina toda teñida de rubio, es así.
Siempre me llevé bien con la palabra compulsión.

Después tuve un novio, después no lo tuve más, y mi ruptura coincidió con un pelo de dos colores, tal y como se usa ahora, raices oscuras y puntas desteñidas. Mal de amores combina con corte de pelo, se sabe. Me puse en manos de un novato en una academia de peluquería que solicitaba modelos. Bastante bien y vuelta al color original. Hice un juramento de no tintura conmigo y seguí siendo felizmente castaña. Los cortes fueron mejorando gracias a mi primo Javier que dejó caer el siguiente comentario: "Tendrías que ir a una peluquería buena", así, como si hubiera dicho "Me gusta el pastel de papas". Pero como yo soy muy permeable a sus sabias opiniones, le hice caso y me enrolé en la categoría de peluquerías buenas. Aún lo agradezco.
Siempre me llevé bien con mi primo Javier.

La siguiente crisis sobrevino en una playa del caribe. "Ay Julia no hay plancha que resista", "Error, tengo la solución y se llama DOVE crema para peinar" dijo mi prima. Cuestión que las idas de la playa a la habitación en busca del producto bendito se multiplicaron en forma creciente, sobre todo considerando aquel tema con la palabra compulsión que ya conocemos. De ahí volvimos broncedas y contentas, con muchas anécdotas divertidas y la siguiente certeza: en las playas, sobre todo en las playas del caribe, hay un único y tirano gobierno: LA HUMEDAD.
Nunca me llevé bien con la palabra humedad.

Después llegó el amigo flequillo. Vino para quedarse. Amigo incondicional ocultador de arrugas. Y melena, larga, larga y más larga. Yo siempre quise volver al pelo largo. "Rebajame un poco pero no me toques el largo", y los peluqueros, a pesar de poner su mayor esfuerzo, siempre recibían mi mejor cara de culo porque cuando terminaban yo me miraba y me veía el pelo muy corto. Y otra vez caí en un juramento: no más peluquerías. Y creció, y creció, y volvió a estar largo hasta la cintura. Y fue objeto de deseo de hombres a los que les gusta tener sexo tironeando el pelo, y mientras los ojos se me ponían cada vez más chinos por el tirón, y el pelo se convertía en una maraña indesenredable, tomé la decisión: me voy a cortar el pelo a la altura de los hombros, mi tío Julio siempre tuvo razón.
Nunca me llevé bien con la palabra tirón.