lunes, 2 de diciembre de 2013

Yo también piso el palito y hablo de Wanda

Marina Calabró habla de Wanda. Dice que hizo dos tapas de Gente al hilo y, según parece y ella afirma desde su lista imaginaria de informaciones chequeadas, ni Susana, que es la diva de las muchas tapas, de la mayor cantidad de tapas, tuvo, como Wanda, dos al hilo.

Santiago del Moro habla de Wanda. Como buen moderador, preserva su rol de conductor querido y evita dar su opinión; se limita a hacer hablar al Señor de los Rumores. Entonces repone un audio del programa de radio de Jorge Rial. Wanda dice que Mauro es un amigo de la familia, más de Maxi, menos de ella, quiere dar a entender. No es clara. Rodea las palabras. Mezcla risitas. Se pone solemne. Quiere que sepamos que está recién separada y triste. Muestra el cansancio, el esfuerzo de acarrear su vida en la primera clase de un vuelo Italia - Argentina. Trae tres hijos, mucha ropa, muchos zapatos, muchas carteras, y el cerebro hirviendo de ideas sobre cómo retomar el marketing de sí misma. Somos amigos, nos consolamos, dice Wanda, del morocho de veinte que se mandó, con los huevos atragantados de leche, y le declaró su amor al mundo en un tweet desbocado. Su amor por Wanda. Wanda. La reina del sexo oral filmado en tierras rioplatenses. La reina de crearse a sí misma, como una gran inventora, en la escalada de su Paseo Inmoral. Wanda sabe que la claridad es enemiga de la creación que hizo de sí misma. Por eso, cuando Jorge Rial, el más astuto de sus cómplices en la carrera de inventarse, decide salir de la rueda de ambigüedades y le hace la pregunta directa, Wanda suspira, maneja la expectativa de la audiencia con los segundos justos de silencio, hasta que suelta: No sé qué decirte, Jorge. Wanda no sabe qué decir de Mauro y de la declaración de amor de Mauro. Wanda le abre el coco al mundo, otra vez, para que germine el morbo. Y el morbómetro explota, alimentado por los tópicos infalibles que Wanda, otra vez, insisto, nos ofrece: traición, triángulo amoroso con el mejor amigo de Maxi, el rubio insípido que no tiene nada que hacer al lado del morocho lindo, pensamos todas cuando escuchamos a Wanda decir: No sé qué decirte, Jorge.

La Negra Vernaci pisa el palito y, también, habla de Wanda. Le apoya sus fauces al micrófono para gritar ¡Puta! Puta se llama señores, puta. La Negra se va de boca y tiene que pedir perdón, en una nota que le sacan con forceps, ese mismo día, a la salida de la radio. Sabe que se fue de mambo. Se enoja con Wanda porque la hace quedar en evidencia, porque cuando grita ¡puta! también descarga su envidia por las mujeres jóvenes, de carne firme, con una larguísima carrera de petes hechos y por hacer, e incontables millones por cobrar.

Matías Martin, también, pisa el palito y habla de Wanda. Tiene permiso porque lo suyo es el deporte y, como todos sabemos, Wanda es una botinera de ley, nacida de una foto con la camiseta del Diez, de Dios. A Wanda la parió la imagen de sus tetas adolescentes bamboleándose debajo del género sagrado. Adolescentes y vírgenes, se encargó de estampar Wanda en la tapa de una revista de chimentos primero, y en el morbo nacional después. Se recibió de botinera a los pocos años, cuando supo casarse con el primer futbolista cotizado en euros que necesitó autoafirmarse con una esposa rubia infartante de perfil alto. Y, ahora, se las ingenia para separarse con la cuota de escándalo que se merece: triangulando su culo entre dos futbolistas, amigos, muy amigos, entre sí. Entonces Matías se justifica. Dice que el triángulo amoroso, la traición, son temas universales. Se pone empático, como es él, perfecto para hablar de cada tema que le cae a la lengua. No se juega. A Matías le cuesta jugarse. Dice que no quiere emitir un juicio porque no sabe cómo reaccionaría él, si fuera protagonista de una historia similar. Habla de esto, no habla de fútbol. Pero para quedar menos expuesto, porque lo suyo es el deporte, porque la chismografía es especialidad de otros, dice que el novato de veinte años se quemó la posibilidad de jugar para Argentina en un mundial. Habla de Códigos. No entiendo cuando dice eso. ¿No estába hablando del triángulo Maxi-Wanda-Mauro?, pienso. Decido subir el volumen de la radio y prestar más atención. Parece que hay una construcción hipotética en el discurso de Matías. Matías dice que si Maxi jugara en la selección, Mauro no tendría lugar ahí. Me da risa la vuelta que necesita hacer para meter el deporte en su relato y, así, sentirse justificado para hablar, él también, de Wanda.

Yo, también, piso el palito y hablo de Wanda. Soy mujer, como la Negra. Me vuelvo más envidiosa del género femenino cuanto más años cumplo. Tengo una carrera universitaria. Muchas, muchísimas horas culo de estudiar y trabajar. Muchas, muchísimas menos horas culo de coger. Lástima. Ningún marido y ningún hijo. Wanda, siempre, me pareció fea, puta, interesada y conventillera. Miré con sorna cada una de las tapas de las revistas que nunca compro pero me ocupo, cada miércoles, de chusmearles los titulares. Devoro más libros de los que puedo asimilar. Devoro, también, más películas de las que puedo procesar. Necesito demostrarme a mí y a mi pequeño mundo que soy inteligente, sensible y más o menos culta. Disimular mis ganas de eterna juventud, mi obsesión por lo superficial. Hasta que miro las fotos de Wanda, mejorada por la plata y la buena producción de las revistas, que saben muy bien cómo embellecerla para vender muchos ejemplares, y fantaseo, ansío que me produzcan a mí, que me embellezcan, que me saquen fotos sexis, y tener mi Paseo Inmoral, y que dos hombres, amigos, muy amigos, se peleen por mí.

Luciana.

sábado, 9 de noviembre de 2013

Anastasia cumple nueve años

Anastasia cumple nueve años.
Ahora podría decir muchas cosas genéricas sobre cuánto me cambió la vida ser tía de la primera hija de mi hermana mujer. Pero no lo voy a decir. Eso ya lo dije muchas veces. Voy a decir que esa persona de nueve años es la representación más tangible de mi capacidad de amar. De amar y de brindar. Siempre me costó compartirme. Guardarme en mis lugares, a veces seguros, a veces no, es una atracción enorme. Desconectar, irme para adentro, bloquear, son algunas de las acciones que mejor describen esa parte de mí.
Hasta Anastasia. 
Podría seguir hablando de estas cosas cursis, pero me enseñaron que contar es mejor que explicar.


(0 ; 2004) La vida no se trata de objetividad

Rápido, por favor, a Corrientes y Riobamba, tengo que alcanzar una combi. Yo llevaba una bañadera rosa en una bolsa gigante de Carrefour, y todavía no había aprendido que andar a las corridas es muy perjudicial para la salud. El taxista no hizo mucho esfuerzo por apurarse, Buenos Aires y noviembre no se llevan bien con el tránsito fluido. Llegué a la parada cinco minutos tarde. Tuve que correr. Hacer señas. Demostrar agilidad. Algo que no me sale bien en general, y mucho menos con tacos de diez centímetros y un apéndice en forma de bañadera. Llegué al sanatorio con la lengua afuera, como si la hora y media de viaje, sentada y semidormida, no hubieran podido desarmar el efecto de la corrida. Mi hermana nunca se enteró de mi visita, los dolores de entuerto la mantenían fuera del mundo. Pero se sorprendió mucho, cuando, al día siguiente, una bañadera rosa descansaba en la cabecera del acompañante. Entonces me concentré en Anastasia. La vi perfecta, hermosa, la bebé más linda del universo y más allá. Las fotos de ese día (la piel roja, la carita hinchada, el pelo pegoteado), vistas con apenas algunas semanas de distancia, me harían entender que el amor deforma la percepción. Los bebés, en su primer día de vida, nunca, son tan lindos como creemos verlos. Pero la vida no se trata, no se trata en absoluto, de objetividad. Solté un llanto, primero tímido, después liberador, cuando vi a mi sobrina por primera vez. Soy llorona, sí, pero esas lágrimas fueron de verdad.


(2 ; 2006) ¿Qué es la primavera Talú?

Era domingo a la noche. Yo estaba triste. No quería volver a Buenos Aires. ¿Volvés el viernes?, preguntó mamá. No sé, le dije sin ganas. ¿A qué te vas a quedar? Venite a Lobos a disfrutar la primavera. Mi estado de ánimo no era permeable a ciclos estacionales, los únicos ciclos que conocía eran de tipo emocional. Estaba sentada en el sillón, frente al televisor, acurrucándome con Anastasia. Lo bueno de los nenes chiquitos es la manipulación física que nos permiten hacer con ellos. Los abrazamos, los matamos a besos, les hacemos cosquillas y absorbemos su calorcito. Cuando la bajé para pararme, disparó: ¿Qué es la primavera Talú? Mientras yo trataba de articular una explicación accesible para una nena de dos años, buceando en mi cerebro atolondrado de pensamientos depresivos, repitió la pregunta unas cuatro o cinco veces: ¿Qué es la primavera Talú? Bueno, la primavera es un momento del año, cuando los árboles empiezan a ponerse verdes, nacen las flores y se acerca el calor. ¿Qué es la primavera Talú? Repetí la respuesta. ¿Qué es la primavera Talú? Repetí otra vez. ¿Qué es la primavera Talú? Entonces decidí contraatacar: No sé, ¿qué es? Bueno, es un momento del año con hojas verdes, colores y pajaritos. Muy bien, la primavera es eso, le contesté. Entonces, me puse contenta.


(5 ; 2009) Yo te escucharé, con todo el silencio del planeta

¿Qué te pasa? Nada. Dale, decime, ¿qué te pasa?, ¿estás enojada conmigo? No me pasa nada, no me preguntes más, Talú. Bueno, si querés ponemos videos en la compu, la canción del violín que nos gusta tanto, ¿te parece? Sí, me parece. El video de Café Tacvba avanzaba, y yo no conseguía sacarle nada a Anastasia. ¿Querés que te cuente un cuento basado en una historia real?, se me ocurrió intentar. ¡Si!, me dijo, contenta, por primera vez en el día. Le conté que cuando yo era chiquita como ella, la vida se me había llenado de bebés. De golpe, dejé de ser la más chiquita de la casa: un hermano y dos primos en menos de dos años. Ella me miró con pena, compadeciéndome de la nena que yo había sido. Yo seguí. Me puse celosa, muy celosa, porque no me daban tanta bola como antes, lo que pasa es que los bebés no pueden hacer nada solos…, le expliqué. Ella escuchaba, con todo el silencio del planeta, y miraba mis ojos, como si fueran los últimos de este país. Sufría. Retorcía las manos. Se mordía los labios. Entonces no aguantó más y vomitó: Talú yo tengo miedo de que todos quieran al bebé más que a mí. 


(8 ; 2013) Todos sabemos que Nacho no va a ganar

Mis amigos llegaron a Lobos cerca de la una. Fuimos a la casa de mi hermana porque la mía estaba invadida por albañiles y pintores. Después de los ravioles, Anastasia quiso dibujar. Durante la sobremesa parlanchina y desordenada, escribió, ilustró y encuadernó un cuento protagonizado por un gato. Quedamos maravillados. El libro era hermoso. Todos queríamos tener la creatividad así de fresca y la capacidad de acción así de veloz. Entonces, mis amigos, pidieron hojas para dibujar. Salimos al patio. Nos sentamos en círculo, alrededor de la mesa forrada de pedacitos de mosaicos rotos. Marina le sacó punta a todos los lápices y armó una escultura con los restos. Maro, Natu, Majo y Nacho, armaron una competencia espontánea de dibujo de mariposas. Ganaba la mariposa más linda. Anastasia se autoproclamó juez. Y Yo saqué fotos. El ácido de la competencia corroía los ánimos. Cuando Maro desplegó una mariposa de perfil, que parecía, iba a salir volando de la hoja, los otros tres se desesperaron y trataron de sobornar a Anastasia con propuestas descabelladas. Ella, inmutable, oronda en su lugar de poder, caminaba en círculo alrededor de la mesa. Los genes de la abuela Inspectora y de la bisabuela Directora, corrieron, contentos, por el ADN de Anastasia. Al pasar por al lado de Nacho no se pudo controlar: Todos sabemos que Nacho no va a ganar, sentenció. Cuando se fueron, juntó los dibujos, los apiló y los guardó. Después me preguntó: ¿Vos pensás que podré volver a ver a tus amigos algún día?  Y yo, yo le dije que sí, que muchas veces, que eso, recién empezaba.

(9 ; 2013) Sólo voy a decir feliz cumpleaños mi amorcita. Lo demás se empieza a escribir hoy.

Luciana.



jueves, 7 de noviembre de 2013

Soldaditos en el borde de la chimenea

Hoy me llamó Manuel. Me dijo: ¿Te acordás cuando juntamos nuestros ahorros para comprar un Billiken que venía con el poster de Johny Tolengo? Yo no me acordaba. Me puse contenta por dos cosas: porque había sido buena con mi hermano, y porque, por suerte, mi memoria no domina todos los espacios del pasado. Saber que hice cosas buenas que no recuerdo, me da esperanza. Tengo la costumbre de dibujarme una infancia infeliz y egoísta. Me acuerdo, sí, de todas las mitades de alfajor que le comí a Anita, aprovechándome de esa cosa de hermana mayor que le hacía cederme algunos espacios. Me acuerdo, también, de los berrinches que me hacían romper las casitas de rasty que construía mi amigo Elio, solamente porque eran más lindas que las mías, y eso, esa conciencia temprana de que el otro era más talentoso que yo, me resultaba insoportable, y me brotaba la envidia, una envidia tremenda, que me llevaba a arruinar el juego. Pero con Manuel fui buena.

No me animé a preguntarle detalles del poster de Johny Tolengo. No acordarme de esa acción, juntos, me dio culpa. Entonces traté de hacer memoria: el tapado de piel sobre los hombros, el pasito, saltando, a un lado y al otro, la canción: ¡Johny Johny Johny Tolengo! ¡Johny Johny Johny Tolengo! Los domingos. Mingo y Aníbal contra los fantasmas. Esas películas mirábamos, Manuel y yo, en la cama de mamá, los domingos a la tarde. Y no parábamos de reírnos en la parte que Aníbal (o Mingo, no me acuerdo bien) se resbalaba cuando pisaba unas bolas de fraile rellenas con dulce de leche, a oscuras, en el jardín.

Como yo seguía sin acordarme del poster, siguió con la vez que cedí mi regalo del día del niño para que mamá le comprara dos bolsas de soldaditos en vez de una, y pudiera aumentar sus regimientos y armar una guerra más grande. ¿De eso tampoco te acordás?, me dijo. Entonces, de eso, sí me acordé. A mí me gustaba jugar a los soldaditos con Manuel, y, como soy compulsiva, intensa y obsesiva, cambié tener un regalo de nena por más soldaditos para él. Pasábamos muchas horas armando escenarios de guerra. El mejor era en el canasto de la leña; algunos muñequitos, incluso, iban a parar al bordecito de la chimenea, hasta que sentíamos olor a plástico quemado y los mandábamos a un cementerio imaginario, medio derretidos, medio mutilados. Creo que empecé a jugar a los soldaditos con Manuel cuando Anita se aburrió de jugar conmigo a las Barbies. Tuvo una mejor amiga para inventar otros juegos. Me sentí excluida, como me gusta sentirme la mayor parte del tiempo. La exclusión es el sentimiento que mejor me sale. La exclusión y la falta de amor; soy muy dada a dramatizar. Anita y su mejor amiga tenían un cuaderno donde escribían guiones de teatro que, algunas noches, representaba para mí en la pieza de mamá. Igual no me alcanzaba. Por eso me enojaba y me hacía la dormida, o le decía que tenía que ir al baño, cada diez minutos, con el único fin de interrumpirla. Anita también me abandonaba en los partidos de Chin-Chón, porque se aburría de mi prolijidad y de que hiciera tantos menos diez, de que quisiera ser, siempre, perfecta. Yo, en el Chin-Chón, era imbatible. Mi hermana nunca quiso ser así, perfecta, ni ganar a todo, por eso nunca le rompió las casitas de rasty a Elio.

Compramos el Billiken en el kiosco de Haroldo, insistió Manuel, no puedo creer que no te acuerdes. El kiosco de Haroldo estaba en la cuadra de casa, casi llegando a la otra esquina. Era una feria americana, antes de que estuvieran de moda las ferias americanas. Tenía de todo. Pero lo mejor eran las paletas de caramelo con gusto a pico dulce y la pared forrada de latas de galletitas, esas que venían con un ojo de buey por donde se podía ver el contenido, muchas veces triturado por el manoseo de las manos gordas de Haroldo. Las bolsas de soldaditos también eran parte del mostrador ecléctico del kiosco. Eso y la figura de Croto, el dueño del caserón de enfrente de casa, viejo, flaco y vestido siempre de gris o de negro. Croto caminaba todas las mañanas de punta a punta por la cuadra. Iba y venía. Mi abuela decía: Ya está Croto haciendo la pasadita. A la tarde se plantaba en el kiosco, creo que para rascar algo de cariño en forma de comida casera de la mujer de Haroldo, que siempre fue muy cuidadosa de la caridad cristiana. Pero cuando Croto apareció muerto en su caserón, ahogado de gas y mordido por ratones, apestando a descuido, a abandono, la gente de la cuadra sospechó de Haroldo. Sobre todo desde que se corrió el rumor de que era beneficiario, o heredero, o algo así, de los bienes maltratados de Croto. Lo único que lamenté de todo eso, fue que Manuel y yo nos quedamos sin kiosco. Es decir: sin el ritual de ir al kiosco de Haroldo a elegir paletas de caramelo, galletitas manoseadas, algún Billiken y las bolsas de soldaditos.

Vos elegías las mejores bolsas, dijo Manuel, resignado porque, aunque hiciera fuerza, mi memoria no tenía rastro del Billiken, agarrado del juego que más veces compartimos. No entiendo, hoy, esa fascinación que tuve con los soldaditos y con la guerra. Mi hermano nació en el ’81, así que Malvinas había pasado por lo menos tres o cuatro años antes de aquel día del niño. Cuando pienso en Malvinas me viene una sensación, un clima, pero no mucho más, excepto dos cosas: las pulseritas y la nota del cuaderno. Las pulseritas eran decenas de rosario que fabricamos con crucesitas de madera balsa y bolitas celestes y blancas, bien argentinas, bien nacionales. Las llevamos a la parroquia con la ilusión de que les llegaran a los soldados, junto con barras de chocolate negro y algunas otras cosas que no sabría especificar. La nota es la fotocopia que la Señorita Mercedes nos hizo pegar en la última hoja del cuaderno. Decía cosas sobre cómo reaccionar ante posibles bombardeos. Esa palabra, bombardeos, fue la única que se guardó mi memoria dramática. Una noche, un ruido de la calle me hizo pensar, y sentir, de una forma muy precisa, con un galope de latidos que parecían salírseme del cuerpo, que un avión inglés estaba tirando bombas sobre Lobos. Pero mi abuela, sentada al lado mío, subió el volumen de Grandes Valores del Tango y la voz de Guillermito Fernández tapó cualquier posible ruido, y yo cambié mi drama por los ojos cristalinos de Guillermito.

Hace poco leí Los Pichiciegos. Entonces tomé contacto con otra forma de soldados y con otra forma de guerra. La forma que Fogwill decidió fabricar. ¿Habrán existido los pichis? No sé. No me alcanza la curiosidad para investigar, ni siquiera para googlear, si en Malvinas pasó algo parecido a lo que escribió Fogwill, según él mismo dijo, en una sola noche. Seguro que sí, pero no tengo ganas de confirmarlo. No me gusta contaminar las historias con datos de la realidad, siento que se deslucen. Me basta con poder pensar en la posibilidad de que hayan existido esos soldados que aguantaban la guerra adentro de un pozo. Las películas que vi acerca de muchas guerras, incluso otros libros que leí, acerca, tal vez, de las mismas guerras, no me sirvieron para dimensionar el fenómeno más allá de palabras demasiado abstractas, como, por ejemplo, atrocidad, degradación, y así. Los pichis la pasaban mal, y se degradaban, y vivían situaciones bastante atroces, pero también bastante concretas. El despliegue de detalles en esas voces que se vuelven tan familiares, me hizo sentir muy cerca de ellos mientras leía, aunque no estuvieran haciendo la guerra como yo suponía que los soldados hacían la guerra, ni tirando bombas, aunque fueran unos tremendos desertores, desertores y transas. Yo, si tuviera que estar en esa situación de guerra, sin dudarlo, elegiría meterme adentro del pozo a aguantar, a dejar que pase, a observar. 

Comprábamos soldaditos nuevos para reponer los que quemábamos en la chimenea, no era muy bueno nuestro negocio, se rió mi hermano antes de cortar. Yo también me reí. Después pensé en esos soldaditos, achicharrados en el borde de la chimenea, muertos de asfixia por una calefacción mal oxigenada, igual que Croto, igual que los pichis de Fogwill.


Luciana.

jueves, 31 de octubre de 2013

Un día de felicidad

Mamá no quería dejar a mi abuelo. No le importaba nadie más; ni Anita, ni papá, nadie. 

Su médico le decía que durmiera más, que saliera a caminar, que diera, aunque sea, media vuelta al parque; pero ella se quedaba pegada a la cama del padre, mientras los tobillos se le inflaban de líquidos cada vez más densos. Dicen que la densidad de los fluidos encerrados en el cuerpo, es directamente proporcional a la falta de movimiento, por eso ella se hinchaba todos los días un poquito más, aunque comiera cada vez un poquito menos; por eso y porque estaba embarazada. 

Papá tuvo que comprarle zapatos nuevos, número 40, porque los 39 le hacían doler los empeines, y porque ella había perdido el interés, también, por comprarse zapatos.

Pero una mañana la engañó, y obligó a todos a que le siguieran el engaño. Mi abuela fue la primera en seguirlo, más para ocupar su legítimo lugar al lado del marido enfermo, que para contribuir con las intenciones nobles de papá. 

Le dijo que tenían que viajar a Buenos Aires a llevarle los estudios de mi abuelo a otro doctor. La palabra eminencia fue crucial, el botón que la disparó de la silla al Falcon rojo, la urgencia camuflada de esperanza de curar lo incurable.

Entonces, pienso, tal vez haya pasado esto: mamá salió de la habitación oscura con olor a químicos y a cuerpo humano corriendo la última carrera hacia la descomposición, arrastró los zapatos número 40 por el pasillo de baldosas amarillas, chancleteó más de la mitad del trayecto, porque le pesaban las piernas y porque le gustaba el ruido del talón cortando la textura acanalada de las baldosas amarillas, respiró el aire frío de junio endulzado con olor a tortitas negras de la panadería de León y, por primera vez en tres o cuatro meses, sintió alivio, gambeteó la culpa. ¿Culpa de qué? Objetivamente: culpa de nada. Subjetivamente: culpa de todo. De dejar al padre enfermo, porque quizá se muere justo cuando ella no está, porque quizá no lo ve más, porque tal vez se relaja y siente la panza de seis meses y las patadas y el corazón, mientras el padre se muere, justo cuando ella se relaja y genera vida. La culpa funciona así, como bola de nieve, con ritmo exponencial, que quiere decir que crece, siempre, proporcionalmente un poquito más, y dibuja parábolas en vez de rectas. 

Papá quería llevarla a Buenos Aires como cuando eran novios, cuando salían a cenar a restoranes caros y ella se ponía unos zapatos de taco alto que guardó durante demasiados años en una caja de felpita rosa y letras doradas que decían Pigalle. Como la calle de París, cerca del Sacre Coeur, esa que cuando viajé hace tres años y vi Rue de Pigalle mientras buscaba la casa de música para comprarle una guitarra a Agustín, me hizo acordar de los zapatos de mamá, de punta redondeada y pulserita en el tobillo, atesorados en el último rincón del ropero, hasta que un día los metió, con casi nada de criterio, en una bolsa de caridad.

Llegaron temprano, cuando la mezcla de olores de café y garrapiñada todavía flotaba en el aire y penetraba en las narices frías, de esa manera particular que le hace saber al que viene de afuera, que está en el centro de Buenos Aires. A papá le gustaba ese olor, mamá me contó, y yo aprendí a que me guste, tal vez, para identificarme con algo que sabía, le pertenecía a él. Papá no tuvo que aclarar por qué, en vez de correr a una calle cercana a la Facultad de Medicina, como Paraguay, Junín, o Córdoba, a ver a la eminencia en cosas como trombosis y aneurismas, fueron al Rosedal. Mamá, tal vez prendida del alivio que me gusta imaginar que sentía, pidió una manzana asada con caramelo y buscó un banco lindo para que pudieran sentarse, a pesar del frío, a mirar las rosas amarillas. Son sus preferidas, tal vez a partir de ese día, creo que antes nunca se había detenido a mirar un cantero de rosas. Mi abuela no le había enseñado el amor por las plantas ni por los animales, pero yo la vi pararse muchas veces en una casa de la calle Salgado, y perder los ojos en un rosal explotado de flores amarillas. Y en el cuaderno que encontré una vez en su cajón, había un pimpollo reseco marcando una página; sólo leí el encabezado: 17 de junio de 1974: José me llevó a Buenos Aires.

Después fueron a almorzar a un carrito de la Costanera, carritos se le decían a los restoranes, aunque estaba lleno, además, de puestitos de choripán. Mamá comió como debe comer una mujer embarazada por primera vez en muchos días, sonrió algunas veces y extrañó a Anita, a mi abuelo no, a él se permitió no extrañarlo. También evitó pensar en las ausencias largas de papá, en los remates de hacienda en Las Marianas que lo tenían fuera de casa de lunes a viernes y a Anita balbuceando en su lenguaje de dos años: ¿cuándo viene papá? 

Después de almorzar buscaron a mi tía en la Facultad de Exactas. Ella abrió muy grandes los ojos cuando vio el Falcon de papá estacionado en la puerta, asustada, pensando en la peor noticia. Pero mamá enseguida hizo ese gesto tan suyo, el de cuando intenta despreocupar sin hablar, y movió levemente la cabeza revoleando los ojos y el pelo negro tan lacio que tiene, que parece adicto a la gravedad de tan perpendicular que se le pone al piso cuando le cae por los hombros. Entonces mi tía sonrió y se subió al auto, contenta, como cada vez que mamá y papá la llevaban a pasear. 

Mi tía adoraba a papá, tal vez porque tenía esa cosa de hombre aventurero, o usaba trajes ceñidos al cuerpo, como de dandy. Una vez, cuando ella tenía 16 y mamá 28, papá convenció a mamá de maquillarla para que pudieran entrar los tres al casino de Mar del Plata. Eso siempre lo cuenta mamá, mi tía no. Mi tía se enojó tanto con papá que dejó de hablarle y se escapó de uno de mis cumpleaños para no tener que mirarlo con cara de odio. Mi tía y mi abuela nunca perdonaron a papá, mamá sí.

Ese día no fueron a un casino, fueron a pasear por Florida y compraron dos pares de guantes de cuero en Harrod’s, uno para mi abuela, que nunca usó pero agradeció con su mueca de labio fruncido, y otro para mi tía, que yo rescaté de una de las bolsas de otro ataque de caridad de mamá.

Salieron a la ruta cuando todavía era de día y llegaron a casa de noche. 

Mi abuela los esperaba sentada en el paredoncito del frente, envuelta en el poncho de lana de vicuña marrón clarito de mi abuelo que ella usó todos los inviernos, a partir de ese día, para extrañarlo menos. 

Mamá bajó del auto. La imagino así: la cara coloreada por el recreo del viaje, por el alivio de un día lejos de la escena que más le dolía, sus manos sobre la panza, acariciándome, pidiéndome que absorbiera ese día de felicidad.


Luciana.

sábado, 3 de agosto de 2013

la obsesiva

El problema de la obsesiva es que no sabe regular.

La obsesiva se levanta un sábado 20 de julio y sale a recorrer perfumerías porque el viernes a la noche se dio cuenta que se le acabó el perfume, cuando descubrió con horror, que el frasco que tenía lleno en la bolsa del Duty Free que le regaló la amiga, no era Eau de Parfum sino Eau de Toilette, una colonia poco persistente y de fragancia poco fiel. Pero es sábado, tiene que encontrarse con la troup de amigas de la secundaria en su pueblo natal, y necesita imperiosamente rociarse con una buena cantidad de su perfume característico.

Además, y como si esto fuera poco, mientras barre a paso rápido la Avenida Callao, desesperada y en contra mano, la obsesiva se da cuenta de que tuvo un olvido fundamental: no fue a retirar las botitas de charol al zapatero de la media cuadra de su trabajo. Tiene que cambiar de calzado. Tiene que elegir otra ropa porque la que tenía pensada sólo le gusta con las botitas de charol. Entonces revisa en su mente las perchas interminables y las cuatro hileras de muchos zapatos, que de tantos le cuesta elegir. 

El tema es que la obsesiva, está tomada desde hace dos semanas por una competencia que le ocupó todas las áreas y, sin darse cuenta, dejó de atender el resto de sus obsesiones.

Hay un taller de escritura, cinco grupos de alumnos escritores, un campeonato inter-grupos, un reglamento estricto, un objetivo mínimo de tres mil caracteres por día, una comisión de premios y otra de veedores, arengas mañaneras, compromiso por el grupo, amenazas de violación generalizada, cadenas interminables de mails con aprietes y alardes entre los jugadores estrella, tabla de posiciones fecha a fecha con relatos apasionantes del gurú y artífice de la gran locura; hay jerga futbolera, hay chicanas, una oda del alumno rebelde que no juega, y mira de afuera, y provoca, y parafrasea al Indio Solari para alzarse con el grito de que acumular caracteres y escribir por competir no es escribir; hay documentos compartidos cada día más gordos, planillas de Excel con recuentos y promedios inverosímiles, una fiesta al final del camino y una tabla de goleadores en nombre de Ernest Hemingway.

Entonces, la obsesiva, consciente de que su fortaleza será la verborragia, su capacidad de acumular carácter tras carácter, se lanza enloquecida a llenar páginas en blanco con el objetivo de hacer un aporte sustancial a la hora del desempate técnico por diferencia de caracteres. Y a medida que la competencia avanza, se marea de fervor competitivo y se quema las pestañas con la firme decisión de superar su propia marca. Porque cuando ve que su promedio sube y su nombre escala día tras día en la tabla de goleadores, vuelve a sentir esa adrenalina que tan bien conoce de cuando estudiaba y aspiraba a sacarse siempre diez. Entonces se esfuerza todos los días un poquito más, arriesga temas nuevos, se corre de su lenguaje habitual e inventa textos cada vez más largos. Tiene fiebre de escribir. Se pierde del objetivo. Rechaza dos invitaciones a coger. Duerme poco y baja el rendimiento laboral. Pero el sábado 20 de julio se despierta con la noticia de que está primera en la tabla de goleadores.

Y cuando por fin encuentra el perfume en una tienda de Talcahuano y Santa Fé, se conforma con la versión de cincuenta mililitros y respira aliviada; porque puede volver a lucir aquella fragancia que la identifica, y porque puede volver a ocuparse del campeonato de alumnos escritores. La vendedora, contenta con su primera venta del día, le regala cinco pases para turnos de maquillaje y limpieza de cutis, cinco, porque la obsesiva, por las dudas y para que no la vuelva a sorprender la falta de perfume, compró dos frascos en vez de uno.

Vuelve a la casa en taxi para no perder tiempo y se tira de cabeza a la computadora. Entonces ve el mail con la arenga del día. El compañero encargado de las arengas le dedicó un homenaje: es un video de Las Leonas, cantando el himno antes de una final, con Lucha Aimar (capitana, goleadora y eterna mejor jugadora) llorando. Lo que pasa es que la obsesiva se llama Luciana y la comparación con Lucha viene como anillo al dedo. Y cuando ve el video se envalentona y promete no defraudar al grupo y seguir superando su marca, porque es obsesiva y no sabe regular. 

Entonces llama a Lobos Bus y pospone dos horas el horario de la combi, cosa de tener la tarde enterita para abarrotar de caracteres la hoja en blanco, y llegar justo para la hora de cenar.

Pero la presión de haber llegado al primer puesto le empieza a picar. La excusa de que la carrera es contra otros se desvanece y salta a la vista que la obsesiva se gasta la vida luchando contra sí misma. Y se acuerda otra vez de la escuela secundaria, cuando tenía conducta de planta y sólo podía lucirse sacándose diez, porque lo social le daba pánico y para el deporte nunca tuvo aptitudes. La profesora de Educación Física era la protagonista de sus peores pesadillas, tanto que antes de cada clase sufría retorcijones de panza y escapadas al baño. Pero cuando la obsesiva se propone algo, saca fuerza de donde no la tiene, y lo consigue. Entonces a partir de tercer año, cuando se podía elegir un deporte específico y dejar atrás el muestreo de primero y segundo, se decidió por cestoball. Y un 21 de septiembre le peleó la pelota a Marisita, la estrella de quinto, que jugaba de centro y gastaba la cancha con sus piernas de futbolista, y embocó el punto que definió el triunfo de tercero en la Gimnasiada de ese año. Entonces la profesora pitó salpicando saliva a diestra y siniestra, sorprendida por el punto que había ganado la obsesiva, que embocaba al aro por alta y por voluntariosa, no por destreza. Y Marisita le dedicó una mirada de fuego, porque le había robado la última posibilidad de llevar a su equipo al lugar más alto del podio. Y las amigas la rodearon, vitorearon su nombre, dieron la vuelta olímpica. Y ella se prometió trabajar duro para seguir anotando tantos en el futuro, porque la obsesiva nunca ve el punto final, la obsesiva no sabe regular.

Pero tiene un fantasma que le sopla la nuca: la inseguridad.

Entonces aprovecha su viaje por el pasado y se acuerda de Gabi Sabatini. Fue su fan, aunque antes y después de ella jamás mostró interés por el tenis. Siguió todos sus partidos y aprendió el vocabulario específico gracias a ella. Tiene la certeza de que Gabi fue la mejor tenista de su generación, la más variada, la única capaz de combinar todos los golpes con rapidez y efectividad. Buena con el drive, oportuna con el globo y precisa con el smash, hasta llegó a levantar olas de público rival cuando sacó una Gran Willy de la galera de inventos nacionales, pero con el revés paralelo era capaz de asesinar. Ganó sus mejores partidos gracias a ese golpe genial, rasante y matador, con una rival cansada de pelotear, cada vez más forzada en la diagonal. Pero la obsesiva sabe que Gabi nunca llegó a número uno, que estuvo diez años en el top ten y el puesto más alto al que llegó fue cinco. Está segura de que el problema de Gabi estaba en el saque, o el servicio, como dicen los que hablan con extrema propiedad. El primero se le pasaba de fuerte o de débil, y en el segundo, la rival se aprovechaba de la confianza debilitada por haber errado el primero y le devolvía pelotas indevolvibles. Porque la obsesiva aprendió muy bien que el tenista que mete un saque espectacular de una, se tiene una confianza ciega, y si no mete el primero mete el segundo, y te hace un promedio de cinco o seis aces por partido. Pero Gabi era tímida y a los tímidos no les gustan las entradas triunfales, detestan mandarse la parte, les da incomodidad entrar a las fiestas con el reflector en la cara, entonces esperan una distracción del iluminador y aprovechan para colarse despacito, por el costado del círculo de luz. El gran show de expectativas los paraliza, los hace transpirar más de la cuenta, entonces a Gabi se la comían las doble faltas, salvo cuando podía abstraerse del mundo y se concentraba tanto que le ganaba partidos imposibles a Martina Navratilova, Steffi Graf y Mónica Seles. El domingo que le ganó la final del Abierto de Estados Unidos a Steffi Graf, la obsesiva fue testigo de un despliegue espectacular, un baile en dos sets contra su rival histórica, una alemana entrenada para matar, con una definición de muerte en forma de tie break. Recuerda que el público se vino abajo, la mata blanca y espesa de Osvaldo padre y el nido color zanahoria de Betty, anchos como pavos reales en la primera fila y Gabi haciéndole un apretón de brazos al aire, en ese gesto característico como de darse fuerza. El triunfo de la sudamericanidad, el triunfo de la voluntad, el triunfo de la timidez.

Pero la obsesiva se sienta a escribir y no le sale nada, está paralizada. Piensa en la palabra Lucha y no puede ver el apodo de su nombre, sino el presente en tercera persona del singular del verbo luchar. Tenés que seguir luchando, se dice a sí misma. Cuenta la diferencia de caracteres con el segundo de la tabla y se da cuenta que es mínima: apenas ochenta. Chequea la bandeja de entradas de gmail cada medio minuto, a la espera del mail irónico y descalificador del goleador desplazado, el Marisita de la Gimnasiada de tercer año, el Steffi Graf del Abierto de Estados Unidos de 1990.

Trata de retomar el cuento inconcluso de las tías inverosímiles, que el lunes intentó seguir y no pudo, entonces dedicó más de 19.000 caracteres a bardear las inconsistencias de todo lo que llevaba escrito, y cumplió su cuota del día con ese híbrido de género difícil de definir. Trata de escribir acerca de una idea que viene pensando, de un cineasta amateur que proyecta siempre el mismo western casero en la sala improvisada del pueblo, y cuando quiere cambiar la película se da cuenta de que los espectadores esperaban ver siempre la otra, que repiten los gestos y conocen de memoria cada parte y se divierten con eso, que lo que quieren es ser parte de la función. Entonces la obsesiva emprende la difícil tarea de ponerse en la piel de un narrador masculino, el director, pero en el segundo párrafo se da cuenta de que habla como mujer y abandona, desanimada. Busca, se esfuerza, tiene la cabeza repleta de ideas autorreferenciales, pero tiene miedo de aburrir a sus compañeros con esta costumbre de exponer sus miserias que le sale tan fácil. Escribe primeros renglones cuatro o cinco veces, borra, cierra todo.

Entonces se levanta, da vueltas por la habitación, se desviste, se da una ducha hirviendo, relaja la espalda cansada de encorvarse sobre el teclado, pone un disco de la Niña Pastori, se tira en la cama, responde saludos del día del amigo, se emociona con los fundamentales, extraña, tararea canciones dulces, respira hondo, estira el cuerpo largo y trata de no pensar. 

Pero no puede. Piensa que es obsesiva. Piensa que el problema de la obsesiva es que no sabe regular.

lunes, 29 de julio de 2013

obsesión infinita (backstage)

Anoche me acosté después de las cuatro porque me quedé escribiendo la cuota diaria para Le Championat, la competencia de escribir a diario entre varios grupos de taller, en la que llevo casi veinte días. Nunca subí mis caracteres tan tarde. Bordeé las cinco por primera vez. 

Me fui a la cama pasada de rosca, después de un día dedicado por completo a Anastasia, mi sobrina de ocho años, que llegó a las nueve de la mañana, dispuesta a disfrutar de sus dos últimos días de vacaciones de invierno en Buenos Aires. La energía que demandan los chicos es total, superlativa. Por primera vez en dos semanas sentí el peso físico de tener que escribir para Le Championat. Después de un día entero haciendo actividades en museos y plazas de juegos, llegué a mi casa con la necesidad de bañarme, relajarme, mirar mis novelas y dormir. Pero me tenía que inventar el momento para escribir. ¿De qué? ¿Cuándo? ¿Con qué energía? Anastasia me propuso ayudarme, quería que llevara la computadora a la cama y que, juntas, escribiéramos una novela de amor como las que me gusta mirar. Mientras tanto yo me drogaba con un nuevo capítulo de Farsantes, que ejerce un poder extraño sobre mis instintos sexuales y hace que desee con todas mis fuerzas que Benjamín Vicuña y Julio Chávez se chapen cuanto antes; en una casa de campo donde se tienen que quedar porque, convenientemente, los sorprendió una tormenta fatal que los alejó de la posibilidad de volver a Buenos Aires y los dejó compartiendo una habitación en un caserón gigante; en el baño de un bar, borrachos y ataviados con camisetas blancas súper sexys; en el estudio de abogados que comparten, una especie de casa de barrio con patio y parrilla, pero devenida lugar de tráfico de chanchullos propios del rubro penalista y, básicamente, en donde sea que quieran chaparse, Vicuña y Chávez, de una buena vez. Tuve que explicarle a mi sobrina dos cosas: que no escribo novelas, sino textos desiguales con lo primero que se me viene a la cabeza, y que Julio Chávez, en la novela, está enamorado de Benjamín Vicuña. ¿Un hombre está enamorado de otro hombre?, me dijo con cara de sorpresa, y yo le dije que sí, que un hombre puede estar enamorado de otro hombre, así como una mujer puede estar enamorada de otra mujer. Ella se me quedó mirando como si le estuviera hablando en japonés, pero no dijo nada, prefirió maquinar para adentro, procesar en su pequeño reino la data fresca que yo le había tirado.

Antes del final de Farsantes se durmió, olvidada de que me quería ayudar a escribir una novela. Yo miré hasta que terminó, puse varios comentarios en twitter acerca del capítulo y me levanté a escribir. Me puse a delirar acerca del aspecto circular del mundo, inspirada en la muestra de Yayoi Kusama, que instaló la fiebre circular sobre la Avenida Figueroa Alcorta, forrando tipas y jacarandaes, cristales y escaleras mecánicas, de lunares en blanco y rojo. En el medio sufrí un principio de ataque de pánico, cuando el departamento se quedó negro, después de un ruido a corte de luz. Gracias a algo que no sé qué es, tal vez la energía emanada de mi buena conducta a lo largo de Le Championat, el corte duró menos de dos minutos. En ese lapso infinitesimal de tiempo, entre la 01:55 y la 01:57, temí, sin exagerar, lo peor. No subo mi cuota mínima caracteres, desbarato el cien por ciento de efectividad de mi grupo y tiro a la mierda la posibilidad de golear el campeonato. Las probabilidades de salir a buscar wi-fi o locutorios abiertos, con una sobrina de ocho años desplomada y roncando en el centro exacto de mi cama grande, eran nulas.

Pero vino la luz con ruido a vuelta de luz. Prendí la computadora, abrí el Word y mis hasta entonces más de siete mil caracteres estaban intactos. Tomada por el miedo obvio de un segundo corte, que por su cualidad de segundo dejaría de ser aviso y vendría para quedarse, decidí cargar todo lo que iba escribiendo en el google doc, para que quedara la cuota obligatoria cumplida en caso de nuevos inconvenientes.

Me dormí después de las cinco. A las siete me despertó Anastasia, fresca y descansada, con una pregunta fatal: “Tía, ¿qué hacemos hoy?”. No supe que responder. No podía mover los labios para contestar, ni los párpados para mirarla. Prendí la lámpara y le pedí que nos quedáramos un ratito más en la cama. Yo me sentía morir y ella irradiaba motricidad de su cuerpo de ocho años. Volví a saber de ella una hora después, cuando me desperté como si hubieran pasado cinco minutos, tal vez diez, como cada vez que apago el despertador y sigo de largo con la idea de seguir cinco minutos, tal vez diez, pero me despierto una hora después. Anastasia estaba sentada en la cama, me miraba fijamente, con esa ansiedad que presiona que tienen algunas miradas. Le pregunté si quería una chocolatada y me dijo que sí, como si llevara un mes deambulando por un desierto sin la más remota posibilidad de cruzarse con un oasis, o un charco, o una gota mínima de agua. No sé cómo hice para levantarme de la cama. Calenté leche en un jarrito destartalado que intoxica con olor a vaquelita quemada, preparé una taza de nesquik caliente y puse cuatro galletitas en un plato. Si querés jugá con la compu, le dije por decir algo que pudiera llegar a entretenerla. Después me desmayé en mi lado de la cama. Resulta que la leche estaba muy caliente para su gusto y las galletitas de avena con pasas de uva eran un atentado para el paladar acostumbrado al monopolio terrabusi. Esto lo supe dos horas después cuando me volví a despertar y vi el desayuno intacto en la mesita del living. Le ofrecí un yogur. Ella me vio bastante más despierta y volvió a la carga: “Tía, ¿qué hacemos hoy?”. Le inventé un itinerario. Abarroté el día de actividades, tantas que me agoté con la mera planificación: Primero vamos a Palermo a sacar entradas para ir al teatro a la función de 16:15. Después vamos a Cinemark a sacar entradas para el cine, a mí me gustaría Metegol, ¿a vos? Ah, no… ¿Monster University, querés?, ok. Después vamos a almorzar al Alto Palermo y, de paso compramos un regalito para mamá. Cruzamos al cine, vemos la película, tomamos un taxi y llegamos justo para la obra de teatro, ¿te parece? Todo esto, dicho rápido y sin respirar, detonó en los oídos de Anastasia como una explosión de felicidad vacacional.

Apenas pasadas las once salimos de casa, después de responder las preguntas de rutina del portero, que se preocupa mucho de mis movimientos, de mi salud mental y física, visiblemente deteriorada por mi falta de vacaciones, y de averiguar los componentes que conforman las pocas visitas que recibo durante el año. 

Anastasia es una fundamentalista del transporte público, así que hicimos varios trayectos en colectivo. Trayectos que yo hubiera preferido acortar levantándole la mano derecha al primer taxi que se nos acercaba. 

Hicimos la primera compra de entradas en el teatro de Palermo. Hicimos la segunda compra de entradas en el Cinemark, también de Palermo. Cruzamos al shoping homónimo por El Paseo del Sol, que a mediodía da más antro y deprimente de lo que ya da de tardecita y de noche. Barrimos los tres pisos en carreras de subidas y bajadas frenéticas de escaleras mecánicas, elemento altamente fetiche de mi sobrina, almorzamos en el tercer piso y volvimos al cine.

Entramos a la sala contentas. A mí, entrar a una sala de cine, siempre, me pone contenta. Es una de mis situaciones preferidas en el mundo, en el lugar que esté, y con la compañía que sea. En todos los viajes que hice, me dediqué a conocer un cine de la ciudad de turno. Es una manía, un placer, una necesidad. La película tardó en empezar, para desilusión de Anastasia, que me preguntó más de cinco veces “Tía, ¿cuándo empieza?”. Me choca la impaciencia, de las personas en general, y de mis seres más íntimos en particular. Tal vez porque yo no tengo problema de esperar a que llegue a algo que sé que vale la pena esperar. Soy así. Ayer esperé noventa minutos sobre Figueroa Alcorta, porque sabía que entrar al museo con mi sobrina, iba a ser una experiencia genial, para ella y para mí, pero más para ella. Tuve que apelar a todos mis recursos de calma de ansiedades para conseguir que hacer una cola de noventa minutos le ganara a la cajita feliz del Mc Donald del Paseo Alcorta. Sin embargo lo conseguí. Le conté un par de historias, la mandé a dibujar en una libretita que improvisé de mi cartera y, fundamentalmente, le hice decidir a ella, para que le quedara claro que si nos íbamos de la cola era por causa de su ansiedad, no de mi falta de paciencia. Hoy en el cine decidí no contestar. Cuando el ansioso se encuentra con la acumulación de silencio, se termina callando, porque el silencio espeja, el vacío devuelve las preguntas sin respuestas como si rebotaran contra un frontón.

Yo no quería contestar porque estaba fascinada con un corto animado que vino antes de la película. Una cosa tan pero tan hermosa, tan cargada de sensibilidad. Se trataba de una ciudad, un pico de urbanidad occidental, como podría ser Nueva York, París o Buenos Aires. Empezaba a llover con ruido a música. Esa percusión natural, hecha de elementos cotidianos, me recordó a Les Triplettes de Belleville, cuando las trillizas viejas y flacas hacen música frotando hojas de papel de diario, usando las parrillas de la heladera como cuerdas, y el caño de la aspiradora como vientos. El día que me metí a ver esa película fui tan feliz como hoy cuando me encontré, de casualidad, con ese corto. La lluvia se hacía cada vez más copiosa y la ciudad de cubría de paraguas. Sólo se veían edificios y hombres con cabeza de paraguas, todos envueltos en una rutina gris, menos uno, de color azul eléctrico y con expresión de felicidad cada vez que atajaba agua de lluvia, que algunos toldos caprichosos le descargaban como baldazos. El foco pasaba del paraguas azul a conjuntos de ventanas, semáforos y puertas, todos con forma de ojos y boca, ojos y boca que expresaban ansiedad, sorpresa, desilusión y demás. La cosa es que esas caras hechas de material urbano presenciaban la aparición de un paraguas rojo, con pestañas arqueadas y andar femenino. Y la acción empezaba a rondar en el encuentro y desencuentro de los únicos dos colores de la pantalla, el azul eléctrico y el rojo. Iban, venían, iban, venían, los ojos y las bocas de aliviaban por momentos, cuando parecía que se produciría el encuentro, se fruncían cuando se alejaban, y así. El ritmo de la pantalla era sensacional. Pero Anastasia seguía preguntando “¿Cuándo empieza la película, tía?” Cuando Anastasia se pone así, siento que es Bart, o Lisa, o Bart y Lisa juntos, preguntándole a Homero o a Marge cuánto falta para llegar, a coro sincronizado desde el asiento trasero del auto. Ya llega, es obvio que si compramos la entrada y estamos acá, es porque de un momento a otro, la película va a empezar, mientras tanto disfrutá de lo que estamos viendo, que es espectacular, traté de decirle. Pero fue como hablarle al balde de pochoclos del nene que estaba sentado atrás.

Después empezó Monster Universiy. Hermosa. ¿Qué puedo decir? Como dije antes, yo suelo entregarme adentro de la sala de cine. Y me animo a decir que los primeros veinte minutos de la película estuvieron igual de buenos que el resto, pero la verdad es que no los vi, porque decidí priorizar el sueño perdido. Me desmayé. Cabeceé sobre el lado derecho de mi cuello hasta dejarlo duro. Pero en cierto momento me despabilé. Nunca voy a saber qué clic se da en el cuerpo cuando, de un momento para el otro, decidimos salir del cabeceo constante para abrir bien los ojos y meternos, como si nada, en la película que se nos presenta avanzada y con relaciones consolidadas entre personajes que, al principio, apenas se reconocían. La cosa es que el gurrumín verde del uniojo comandaba un equipo de monstruitos perdedores, de lo más variopintos, en una competencia intergrupos con el objetivo de reivindicar su lugar en la Universidad de Monstruos. Como vi la versión doblada al español, la competencia se llamaba Sustolimpiadas. No pude evitar hacer la relación directa entre Le Championat y las Sustolimpiadas. Trabajo en equipo, fiebre de competir. Toda la vida expresada en las interrelaciones de esperpentos desparejos que viven detrás de las puertas de la humanidad, porque su mayor objetivo es llegar a trabajar de Asustadores de niños humanos, cuando lo que más les asusta, es toparse con cualquier representante de esa raza homogénea y fría. Tengo que escribir de esto, pensé, de la moraleja de Monster University, de la confianza entre compañeros, que se apoyan, se arengan, se dicen lo que hay que decir, y de la humanidad expuesta como terreno de peligro, de lejanía de la realidad.

No tuve tiempo de pensar. Teníamos que salir volando del cine para llegar a tiempo al teatro La Galera. La obra se llamaba C. Niciento. Hicimos una cola de cinco minutos que, aunque breve, volvió a despertar los impulsos ansiosos de Anastasia, que preguntó “Tía, ¿cuándo entramos?” más de cuatro veces. Entramos rápido, nos instalamos, y ahí llegó la otra pregunta “Tía, ¿cuándo empieza la obra?”. Repetí la fórmula de mi indefinición: “Ya va a empezar, esperá un ratito”. Pasó el ratito y empezó. Salieron tres payasos a escena y Anastasia hizo gesto como de esta obra es para nenes de jardín, yo pensé lo mismo. Pero después se ponía linda. Carlos Niciento, payaso y desocupado, empezaba a trabajar para una madre malvada de una hija malvada. Anastasia me miró contenta, cuando notó la relación que conectaba la historia del escenario con el cuento de La Cenicienta que ella esperaba. Respiré. Porque no puedo dejar de sentir que si propongo una salida soy responsable de que salga bien, de que el otro la disfrute y sienta que pude elegir bien para él. Ya sea que se trate de mi sobrina de ocho años, de amigos, de mi mamá o de una cita. Me sorprendí sonriendo y tarareando canciones, junto con otras mujeres, madres, tías, o hermanas mayores, que estaban en la misma que yo. Pensé en este rol tan femenino de asistir a espectáculos infantiles con los menores de la familia. Había tantas mujeres adultas como chicos en el público, contribuyendo a generar ese clima de comunión con los artistas, con aplausos, manos levantadas, culos bailando en el asiento, miradas de ansiedad para comprobar que el niño está satisfecho con el espectáculo, alivio.

Salimos contentas y exhaustas, con ganas de teletransportarnos a mi departamento, a cuarenta minutos de distancia. La opción más cercana a la teletransportación era el taxi, pero Anastasia quería viajar por debajo de la tierra, probar la experiencia sobrenatural de abordar trenes grafittiados, donde las almas se amontonan y juntan los gérmenes de manera obscena, para terror de mi hermana, que no puede curarse del todo de una sugestión de Gripe A que le tomó el centro neurálgico de sus miedos hace cuatro años. Y allá partimos. Estación Plaza Italia con destino a Estación Callao. Me vi la cara en la ventanilla del tren. Un fantasma. Una precuela de Monster Inc. mezclado con Carlos Niciento antes de la llegada de la plancha y el cepillo que hicieron las veces de hada madrina en la obra de La Galera.

Llegamos a casa. Intenté sentarme a escribir el principio de mi aporte diario para Le Championat, mientras Anastasia se internaba en una dosis de Disney Junior que le duró casi nada. Vino al lado mío a ofrecerme, nuevamente, ayuda para escribir una novela como las que me gusta mirar. Cerré todo. No puedo escribir con público. Supe que otra vez bordearía el horario límite.

Me metí en la ducha con la idea de abandonar mi aspecto fantasmal. Cuando salí Anastasia me recordó que nos teníamos que preparar para ir a la cena de mis amigos, en la otra punta de la ciudad. Yo estaba confiada en que mi cansancio era un reflejo del cansancio de mi sobrina, que desistiría de la idea de ir a la cena, yo me disculparía y nos quedaríamos tiradas en la cama un rato, hasta que recuperara fuerzas para levantarme a escribir. Error. Anastasia había tomado nota mental de toda la programación del día, hoy a las siete de la mañana, cuando me despertó con la pregunta “Tía, ¿qué hacemos hoy?” Así que llené la bañadera de agua y espuma con fragancia de rosas, la bañé, le lavé el pelo, la sequé, le elegí la ropa, la peiné, hablé con mi hermana para avisarle que estaba saliendo de noche en radiotaxi con la hija de ocho años, y salimos.

Llegamos a lo de Majo cuarenta minutos después. Anastasia se instaló en la cocina a colaborar con las destrezas culinarias de mi amiga, y yo me desplomé en un sofá mullido y blanco. Llegaron los otros amigos, Anastasia acompañó a Majo a abrir la puerta con cada nuevo timbrazo. Habló con todos. Yo no emití sonido. Salió al balcón. Puso la mesa. Comió dos panchos con guacamole. No paró. En el momento de la foto grupal, que se hizo ritual en cada encuentro, sacó de mi cartera una plancha de lunares de colores de la muestra de Yayoi Kusama y empezó a pegar lunares en todos los cachetes. Todos se dejaron, nos dejamos. Nos sacamos la foto. Llegó el radiotaxi de vuelta. Hizo puchero porque no se quería ir. Le expliqué que tenía que terminar de escribir. Se entusiasmó con ayudarme. Bajamos. Pasó el camino de vuelta leyendo carteles de neón y cabeceras de colectivos de cada unidad que cruzábamos. En el palier me pidió una foto de sus cachetes forrados de lunares. Prendió Disney Junior. Me senté a escribir. No me salía nada. Desde la cama me dijo que escribiera el día que pasamos juntas. Empecé a teclear dispuesta a usar su energía inagotable como tema del día, sabiéndome incapaz de fluir en cualquier otro tema que no fuera mi día con Anastasia.



lunes, 20 de mayo de 2013

cumpleaños

Hoy es mi cumpleaños número veintisiete. Lo escribo en letras porque el número me tortura por las noches desde hace meses, por exagerado y por casi treinta. 

Suena el despertador a las 7:30. Me levanto despacito porque no quiero despertar a mi prima Martina que todavía duerme en la cama de al lado. Martina estudia medicina y cumple jornada laboral. Se levanta a las 8:00, desayuna liviano y se sienta a estudiar con el mate. Lee, subraya, resume y murmura durante la misma cantidad de horas que yo ocupo en trabajar. El resto del tiempo cursa en la Facultad. Duerme, come y se baña por fuera de las horas del día. 

Me ducho rápido. Pienso en la ansiedad que me provoca saber que hasta mediodía no voy a recibir saludos de cumpleaños: no uso celular y tengo que pasar la mañana haciendo trámites en el centro. Pienso que ojalá Eugenia no se ponga mala onda para atender el teléfono y me pase los mensajes por mail. Eugenia es mi amiga y compañera de trabajo, pero a veces se cree que es jefa porque es diseñadora, aunque las dos respondemos a la misma jefa: Cristina. Como yo soy aspirante a contadora y hago más de secretaria que otra cosa, Eugenia cree que me puede mandonear. Es una de esas personas que dirigen todo, hasta el recorrido del taxista, mientras que yo doy la coordenada del destino final y me entrego a escuchar la radio recostada en el asiento. 

Salgo del baño en puntas de pie. Entro al cuarto de Alfonso a buscar mi ropa, maldiciendo mi olvido de la noche anterior, no porque vaya a despertar a mi primo que tiene el sueño bastante pesado, sino porque no tengo tiempo ni luz suficiente para elegir lo que me quiero poner, justo hoy que es mi cumpleaños. 

A las 8:30 dejo el departamento de la calle Quirno Costa y me voy a tomar el subte a Pueyrredón y Santa Fe con un solo feliz cumpleaños en mi haber: de Martina, desde la cafetera, sin cambiarse el pijama y sin lavarse la cara. Martina es la única persona que conozco que es linda desde que se despierta, con los ojos semi-abiertos, la cara con marcas de almohada y el pelo en cualquier lugar. 

Voy por la calle y quiero decirle hoy-es-mi-cumpleaños a cada persona que me cruzo, pero me parece ingrato que me saluden extraños antes que mi mamá y mis amigas. Me distraigo haciendo colas en dos bancos de Florida y Diagonal Norte, hago un depósito por cajero, voy a la sede Central de MOVICOM de Corrientes al 600 a reclamar una factura mal cobrada y busco un cheque en el Edificio República de Tucumán y Bouchard. Termino y camino para volver a la estación Catedral. Veo gente amontonada en la vidriera de Frávega en Corrientes al 700. Pienso qué raro fútbol a esta hora y sigo caminando. En Florida al 300 me meto en un bar para ir al baño. A las chicas siempre nos dejan pasar al baño, el secreto es pedir permiso con cara de soy-mujer-y-tengo-días-femeninos. El mozo no me escucha, el de atrás de la barra tampoco. Pienso que me falló la regla y que si fueran mujer entenderían. Todos miran el televisor. Me impaciento. Señor es mi cumpleaños y necesito pasar al baño, le digo pero sigue sin escucharme. Miro el televisor. Están embobados con una película de apocalipsis a las once de la mañana mientras yo necesito un baño ya, ahora, no aguanto más. Voy sin permiso. 

Salgo. El grupo de fanáticos frente al televisor se multiplicó. Vuelvo a ver la misma imagen de antes de entrar al baño, me doy cuenta de que es un loop que combina dos imágenes: un avión se incrusta en una de las torres gemelas, primer derrumbe; otro avión se incrusta en la otra torre gemela, segundo derrumbe. No es una película ni un sueño: un grupo de locos kamikazes estrelló dos aviones en el centro de Manhattan, el Empire State volvió a ser la Torre más alta de la Gran Manzana, y a la taza que le regalé a mi mamá cuando tenía catorce le sobran dos rascacielos. 

Me cago en el fundamentalismo religioso y en George Bush que se busca enemigos en el Medio Oriente para inventar guerras y afanar petróleo. Me recago en los acontecimientos históricos. ¿11 de Septiembre tenía que ser? No era suficiente haber venido al mundo el día que Pinochet volteó a Salvador Allende, o que Sarmiento respiró por última vez. Hoy cambió el mundo nena, me dice el mozo cuando le pregunto qué pasó. 

Llego a Núñez a mediodía. Mi oficina está adornada con guirnaldas y serpentinas de papel borrador. Lo bueno de la gente creativa es que vive en un limbo de irrealidad y hace intervenciones todo el tiempo, con todo lo que encuentra. Eugenia me da un papelito con una lista de llamados y un regalo en una bolsa de Towers. Te llamó Cristina, dijo que cruces a la casa, que se siente mal para venir pero que te quiere saludar. Le digo que sí con la cabeza mientras chusmeo la bolsita. Me avergüenzo del apuro, me siento como cuando tenía cinco y recibía a los invitados con la mano estirada para que me dieran el regalo. Abro el paquete, es un disco de un tal Paul Blanc, piano instrumental. Le digo gracias sin mucho entusiasmo. Se da cuenta de que no me gusta. Me pincha como le gusta pincharme desde que descubrió que no soy tan mansa como parezco. Eugenia es la única persona que me hace saltar y lo sabe, también se aprovecha. Estás en babia, ¿qué haces con la radio apagada?, unos locos explotaron las Torres Gemelas y me cagaron el cumpleaños y todo el drama personal del número veintisiete. Me mira divertida y larga una carcajada insufrible. Me hago la distraída y busco un ticket de cambio adentro de la bolsita de Towers; no lo encuentro. 

Llama mi mamá y me dice feliz cumpleaños antes de mencionar cualquier referencia de actualidad porque me conoce; sabe perfectamente que para mí el cumpleaños es un contabilizador de amor, es el día de prueba: si te acordás, me querés; si no te acordás, no. Igual le despotrico porque me doy cuenta que se está aguantando los comentarios de actualidad que están a pedir de boca, y porque es mi mamá y si no me descargo con ella entonces con quién. Bueno hija no seas egoísta, pensá que hay muchas víctimas y gente que lo está pasando mal de verdad. Claro, pienso, otra vez la alusión velada, la insinuación de hija trastornada que encuentra problemas donde no los hay: hay gente que sufre de verdad. Sí, puede ser que en el norte del mundo haya gente con problemas vitales mamá, pero me rompe las pelotas que el forro suicida no haya podido esperar un día más, ya tenemos suficientes efemérides el 11 de septiembre ¿no te parece? Ah, feliz día del maestro. Chau. 

Corto y me siento mala hija como el noventa y cinco por ciento de las veces que termino de hablar con mi mamá. La llamo y le pido perdón como el cien por ciento de las veces que termino de hablar con mi mamá sintiéndome mala hija. 

Pongo un cd en el equipo de música para evitar prender la radio. Eugenia viene a decirme que es una irresponsabilidad de mi parte no prender la radio, que tenemos que estar informadas de lo que pasa. La miro con incredulidad y odio y me prometo no caer en la provocación. Le digo que haga click en un ícono que tiene una e minúscula azul de explorer y escriba www.lanacion.com.ar si tiene ganas de informarse. La radio es el único objeto del estudio de mi jurisdicción y lo defiendo a capa y espada. Los creativos se creen los dueños del mundo. 

Paso las cinco horas siguientes trabajando y atendiendo algunos llamados de cumpleaños que empiezo a querer dejar de atender, no soporto las alusiones al monotema. Quiero decirles que se guarden las frases obvias del tipo ¡Qué día te vino a tocar eh! ¿Viste qué quilombo? ¿Qué irá a pasar ahora? Quiero decirles que no sé y que no me importa, que para hablar de política internacional se busquen otro interlocutor. La explosión de las Torres es más popular que el clima, el tránsito y la crisis económica de turno. Cada quince minutos hago click en actualizar la bandeja de entradas de Hotmail esperando recibir un mensaje que no recibo. En todos los que sí recibo se menciona el evento del día y, presumiblemente, del siglo. 

A las seis en punto me despido de Eugenia y me voy a lo de Cristina para que me diga feliz cumpleaños. A los jefes hay que obedecerlos. Antes le digo que la espero en casa, que no se vaya muy tarde. Siempre nos vamos tarde del estudio, tenemos problemas de límites y adicción al trabajo. 

Llego a Quirno Costa pasadas las siete. Martina sigue en su jornada de estudio. La imagino sentada en la misma posición desde las 8:35. Puedo imaginarla porque yo hacía lo mismo cuando estudiaba Sistemas en la UTN ocho años atrás. La gente de virgo se caracteriza por la constancia y la fuerza de voluntad. Voy a la cocina y veo una torta con baño de chocolate y decoración de rocklets. Me vuelvo al comedor y digo gracias Marti bastante emocionada, porque ella no es muy demostrativa de decir pero sí de hacer. Me pregunta si necesito algo más, si quiere que vaya al Coto a comprar cervezas y coca-cola. Le digo que no se preocupe, que voy yo, que las chicas llegan tipo ocho. Alfonso sale del cuarto, me dice feliz cumpleaños y me dice que va él, que yo me quede. Mis primos son las únicas personas que le dan más importancia a mi cumpleaños que al evento del día, presumiblemente, del siglo. Pienso que ellos también saben que le pongo demasiada carga a cumplir años. Les agradezco con el pensamiento. 

Más tarde vienen Marina, Corina, Eugenia y Carolina. Tomamos mate, cerveza y coca-cola. Evitamos tocar el monotema. De fondo suena el disco de piano instrumental de Paul Blanc, es más deprimente de lo que imaginaba. Llama mi tío Luis desde su residencia venezolana y me dice que estamos presenciando un hito histórico. Le contesto de mala gana e insiste. ¡Hoy cambió el mundo nena!, se envalentona para hacerme entrar en razón. Le digo que no es original, que el mozo de un bar de Florida al 300 me dijo las mismas palabras hoy a la mañana. Agradezco el llamado y corto prometiendo escribirle pronto. 

Voy a la mesita del equipo de música y lo apago, después prendo el televisor. Subo el volumen. Paso los canales; todos muestran el evento del día, presumiblemente, del siglo. Les digo que basta de disimular, que les agradezco la atención pero que no me gusta hablar boludeces cuando veo lenguas que se atragantan por hablar de lo que necesitan hablar. Suelten las palabras nomás, el año que viene me desquito, y aunque al mundo se le ocurra acumular una efeméride nueva, el 11 de septiembre va a haber fiesta. 





Luciana Cáncer. 

Mayo 2013.

miércoles, 1 de mayo de 2013

Yo, la promiscua

Tengo un amor imposible. Mi psicólogo dijo hace poco que para ser imposible lo disfruto bastante. Yo, que milito en las filas del melodrama, le respondí con cara seria: “Él disfruta de mí, yo sufro”. 

La primera vez que nos vimos en mi departamento de Buenos Aires me recomendó un libro. “Se llama Detectives Salvajes, es de Roberto Bolaño, lo edita Anagrama y te va a encantar” dijo antes de irse. “Además, tendrías que anotarte en un taller literario”, agregó. Hizo dos afirmaciones, ambas con igual determinación, ambas como si me conociera mejor que yo, ambas sin esperar respuesta. 

La única literatura que él conocía de mí era en formato de correo electrónico y en modo descarga emocional. Kilómetros de verborrea desproporcionada, furiosa e incontestable. Si recopilara la serie podría titularla El combo del horror. Para suerte del mundo borré cada carta. “No voy a leer todo eso” me dijo una vez, entonces dejé de escribirle. 

Pero volviendo a las recomendaciones de esa mañana, sólo me ocuparé de la primera. En cuanto tuve a mano una librería compré Los detectives salvajes; una edición de tapa roja con el recuadro típico de la ilustración, donde aparecen tres hombres de negro y sombrero, caminando en una playa de espaldas al mar. Fue el primer libro que leí después de graduada de la facultad; leer literatura sabiendo que tenía que estudiar era irresistible en mi sistema de culpas, entramado en mi cuerpo con efectividad judeocristiana desde mi gestación (o tal vez antes). El horario de lectura empezó siendo de 6 a 7 de la mañana, mientras calentaba agua en tres ollas para bañarme, durante el mes que el gasista se demoró en venir a cambiar un calefón inútil por un termotanque nuevo. 

El libro me secuestró. Tal vez fue el entresueño, o el gas al máximo de tres hornallas exhalando en simultáneo, o el vaho blanco del agua hirviendo, o la fuerza que se hace para encajar el hecho cierto en la presunción. Pudo haber sido la atracción de los poetas malditos de aquel México, o el cuarto de atrás de la casa de las hermanas Font, o la desfachatez de las hermanas Font (de María más que de Angélica), o las piernas largas de Lupe (adolescente, puta y asesina), o los remolinos de arena del desierto de Sonora, o la travesía obstinada de Arturo Belano y Ulises Lima en busca de Cesárea Tinajero (india, olvidada y poeta). Travesía interrumpida por otras andanzas en el lado europeo del mundo. Una recopilación de historias tangentes con nombre propio, coordenada espacial y fecha, todo en negritas y al principio, a modo de título; donde el tiempo viene y va sin lógica, donde el tal Arturo y el tal Ulises entran y salen casi sin cruzarse. Cosechando naranjas en el sur de Francia, trabajando en un camping barcelonés, enamorados en Madrid o en Blanes, viviendo de prestado en un departamento del barrio latino. A veces sin delatar su identidad aunque haciendo ver su paso errante. Siempre construyendo una historia mayor desde muchos afueras y no desde un centro. 

Yo sé, sufro de promiscuidad literaria, pero entonces no lo sabía. Hasta ahí había tenido relaciones monógamas en este orden: Lewis Carroll, Charlotte Brönte, Isabel Allende, Ernesto Sábato, José Saramago, Mario Vargas Llosa, Adolfo Bioy Casares y así. Entonces me dispuse a vivir plenamente mi amor por Bolaño, el último perro romántico. Pero Bolaño es una invitación a leer, a él o a los que él ama (porque ama y odia, no se queda en sensaciones hasta-ahí como gustar o disgustar). Y entre que Anagrama no mandaba más que un título cada tanto, y que a mi nuevo amor lo mató un cáncer bastante temprano (esta vez sí de enfermedad y no de trópico ni de signo ni del apellido que heredé de mi padre), yo no tenía más remedio que aliviar mi voracidad con otros autores. Autores de los que luego también me enamoraba, y acumulaba amores, y estiraba mi cuerpo para hacerle lugar a un amor nuevo, y podía amarlos a todos a la vez sin que el amor por uno corriera de lugar el amor por otro. 

Ahora bien, pasar de la promiscuidad literaria a la promiscuidad sexual fue casi un acto reflejo, reflejo de reflejar, o de proyectar, como nos gusta decir a los que gastamos cantidades obscenas de tiempo y dinero en largos procesos de paja psicoanalítica. Y quise olvidarme de mi amor imposible conociendo uno aquí y otro allá. Y hasta que Anagrama entraba algún título de Bolaño al país, yo alternaba con Bryce Echenique, Clarice o Vila-Matas (también me atreví a mezclarme con Thomas Mann). Y hasta que mi amor imposible aparecía impulsivo y urgente, yo jugaba a tener sexo casual con un chico de rastas que olían a shampú, un arquitecto cool de Palermo, o un DJ dulce y suburbano (nunca me atreví a un alemán con tendencias homoeróticas). 

Pero no funcionó, el espejo reflejó distinto en la escena carnal. Los otros no se convertían en amor. El amor era único, primario y animal; y seguía siendo imposible y rey. Flor de quilombo. Rebrote de culpas. Confusión en el cuerpo. Barro hasta la nariz. ¿Adónde me metiste maldito? ¡Me pasaste lo perro y me licuaste lo romántico! 

Les dije chau a todos, menos a la lectura, el cine y la música. Me puse a consumir con hambre anoréxico (que es desaforado y hondo) todos los libros, todas las películas y todas las canciones. Me metí todo lo que encontré, menos drogas, comida y pijas. Me gané críticas feroces porque “no te puede gustar todo lo que leés, escuchás o ves en la pantalla”, “no me gusta todo mucho, me gustan partes, o ideas, o algo, y a veces me atraviesa, cuando pasa eso es perfecto”. La promiscuidad cultural sí que funcionaba conmigo. 

En cuanto a lo otro, a lo físico y transversal, permanecía en estado de latencia. Hasta que una madrugada de viernes ardió mi teléfono con el mismo impulso y urgencia de antes, o de siempre. Estaba abajo, bajé y le abrí. En el ascensor me dio tres libritos blancos con portada estampada: una rosa, una celeste y otra azul. Eran libros de poemas. El de portada azul lo había escrito él y tenía nombre de revista científica. 

La pregunta que inspiró este texto fue ¿qué libro te cambió la vida? Enseguida vino a mi mente Los detectives salvajes, porque me reconcilió con la lectura y me infundió la avidez. La avidez total: de leer, de escribir, de amar y de coger. Entonces escribí hasta acá y entendí que el libro definitivo había sido otro: finito, blanco y con portada azul. El cambio se operó antes de leerlo. Fue la dedicatoria de dos palabras, una firma y una fecha. Era 5 de junio y no pienso decir nada más. No quieran saber tanto de mí. 



Luciana Cáncer. 

Abril 2013.

jueves, 17 de enero de 2013

soñé con john cusack

Soñé con John Cusack. 

Es de noche y camino por Buenos Aires. De la nada me encuentro con John Cusack. Está vestido de impermeable y pasea un perro grande. Tiene la barba rala, incipiente, desprolija, y ese aire de héroe melancólico que el mismísimo John Cusack (fuera de mis sueños y de cualquier experiencia onírica) ha dispersado por amplias latitudes, en forma de partículas de celuloide. 

Resulta que no sé por qué, sin mediar palabra ni presentación, nos ponemos a caminar a la par, John Cusack, el perro grande y yo. Caminamos unas cuadras que en sueños podrían ser mil, quince, o media. En algún punto de ese continuo indefinible de longitud y tiempo (dicen que los sueños duran lapsos infinitesimales) aparecemos hablando muy naturalmente, hablando y caminando por calles de la ciudad que no tienen nombre pero que conozco. Sé que el perro grande nos acompaña pero ya no lo veo, debe ser porque no me sale hacerle gracias, ni acariciarlo, mucho menos dictarle una lista de halagos inventados a su dueño. Es cierto: no me gustan los perros, soy indiferente a ellos, pero a él, a John Cusack, parece no importarle. 

De pronto llegamos a una avenida que sí conozco bien. No veo carteles, edificios o colectivos, pero sé que estamos en Corrientes, a la altura del barrio del Abasto. Lo sé porque la densidad del aire, obviamente, aumenta (si no estuviera soñando tendría dificultades para respirar). También por la cadencia del andar de los taxis y por un rumiar inaudible para mí, pero sensible al perro grande que vuelve a tomar cualidades corpóreas justo cuando pisamos la avenida. 

Seguimos apareciendo caminando y hablando. Ahora por una calle identificada y con la presencia material del perro grande. 

Nos detenemos en una parada de colectivo sin número de línea, pero pienso en 124. La cola de futuros pasajeros es tan larga que no puedo ver dónde termina. Caminamos, siempre hablando, por el costado, con la intención de ponernos al final. El perro grande, John Cusack y yo, sabemos que la cola tiene un último y vamos, seguros, a pararnos detrás de él. 

En el camino, observo que los integrantes son todas mujeres jóvenes. Muy modernas, o cool, o chics, al estilo de Anita Álvarez de Toledo o Leonora Balcarce o Cloé Bello. Bien rubias todas, flacas, de piernas interminables, con minishorts diminutos, apenas unos toques de brillo y maquillaje de sirenas. 

Llegamos al final, miro hacia adelante y veo que la cola de Anitas, Leonoras y Cloés dura media cuadra, menos de lo que parecía desde la perspectiva contraria. 

Dejamos de caminar pero no de hablar y nos paramos a esperar que llegue el colectivo. Simultáneamente, un móvil rojo con letras blancas y números negros estaciona en la parada. Chupa a toda la cola de una vez. Digo chupa porque al mismo tiempo que para ya estamos arriba del carromato. Digo carromato porque es una unidad vieja, como las que circulan por la ciudad con los colores y el número de la línea, pero con la palabra AUXILIO en letras bien grandes. 

Una vez arriba veo a la troupe de Anitas, Leonoras y Cloés. Cada una parada detrás de un atril con partituras musicales, tocando instrumentos de lo más variados que, pienso, pertenecen a la familia de los vientos. Pienso en vientos porque a partir de ese momento dejan de ser Anitas, Leonoras y Cloés para convertirse en las musas multideseadas que acompañan a Björk en sus presentaciones raras y súpercool, mucho más cool que las Anitas, Leonoras y Cloés. Tocan una música que no suena linda ni agradable, que no entra por los oídos sino por el ombligo y se desparrama, desde ahí, hacia mi centro. Quiero temblar pero John Cusack y yo seguimos hablando, y el perro grande parece morirse de ruido. No me preocupo por su agonía. No siento culpa por no preocuparme. 

El colectivo se detiene en la siguiente parada. No hay cola. Sólo una mujer con una perra chiquita. Me doy vuelta a mirarla. La veo y suelto el temblor contenido. No tiemblo por la música (que en ese instante dejo de escuchar). Tiemblo por otra razón: es Diane Lane. 

Por primera vez en el sueño tengo celos. Presiento que Diane Lane y John Cusack se van a flechar. Presiento que el perro grande y la perra chiquita se van a flechar. Sé que ambas parejas humano-can, cada una por su lado, van a llorar mirando Cinema Paradiso, añorándose. Entonces me veo dejando de hablar y tomando la manga del impermeable de John (ya no le quiero decir John Cusack, quiero formar parte de su intimidad por celos de Diane Lane). Bajamos en la siguiente parada, que aparece justo cuando yo tironeo la manga. 

Estamos esperando otro colectivo sin número de línea pero pienso en 67 porque sé que estamos sobre Callao a la altura de Barrio Norte. Lo sé, quizá por el despilfarro de iluminación, quizá porque es un sueño. 

Subimos al colectivo que esta vez no nos chupa, nos hace subir dos escalones y apoyar mi SUBE tres veces sobre el escáner, porque John y el perro grande no tienen SUBE. Este colectivo tiene interior de colectivo, no de recital, y está casi vacío. 

John y yo volvemos a hablar de lo más naturalmente. El único pasajero además de nosotros es un señor canoso, sentado en la hilera de asientos individuales. Está leyendo un libro gordo y pesado con la mirada baja. Levanta la vista y lo veo: es John Malkovich. No me sorprendo. Es simplemente una noche de Johns. Nos sentamos en la parte de atrás los cuatro: John Cusack (ya no siento la necesidad de intimidad ni celos de Diane Lane), el perro grande, John Malkovich, y yo. 

Algo raro pasa, John Malkovich le hace una escena de celos a John Cusack. El motivo parezco ser yo. Claro, pienso, no es el verdadero John Malkovich, es la esposa de John Cusack que quiere ser John Malkovich, por supuesto, cómo no me di cuenta antes. Detrás de esa máscara de señor grande está ni más ni menos que Cameron Díaz. La oleada de celos retoma su circuito habitual que ni en sueños deja de ser desproporcionada. Vuelvo a dejar de hablar y a tironear de la manga del impermeable de John Cusack (y odio tener que apellidarlo porque vuelvo a querer ser íntima pero tengo que distinguirlo del otro John, que no es John sino Cameron). 

Bajamos en plena Av. Luis María Campos. A esta altura la distingo tan sólo porque en los sueños las verdades son reveladas y punto. Pero resulta que ahí, en Luis María Campos y Gral. Chenault, bajamos todos: John Cusack, el perro grande, John Malkovich, y yo. Me quiero deshacer de John-Cameron pero no encuentro ningún túnel donde devolverlo/a a la película de donde salió. 

Entonces miro al otro lado de la calle y lo veo: es mi amor imposible del mundo real. Está saliendo de un colectivo con la troupe de Anitas, Leonoras y Cloés, ancho entre la amazonía rubia, flaca, de piernas interminables, con minishorts diminutos, apenas unos toques de brillo y maquillaje de sirenas. Y acá sí que si me someten a un estudio de sueño me diagnostican epilepsia por el volumen de la convulsión que me sacude. El perro grande empieza a ladrar como loco. Desde mi inconsciencia lo quiero, ya no me es indiferente. Agradezco su extrema sensibilidad de perro y desconvulsiono. 

Me concentro en hacer desaparecer al conjunto de intrusos de la vereda de enfrente. Hago tanta fuerza que Cameron Díaz deja de querer ser John Malkovich y se acuerda de Jude Law en su papel de Graham en Holliday. En ese momento me llega una frase que escuché de algún hombre que no recuerdo estando despierta: “A las mujeres les gustan los hombres con contexto”. Lo decía porque yo prefería a Jude Law viudo, enamorado y llorón en Holliday, y no donjuán, falso y seductor en Alfie. “A mí Megan Fox me gusta siempre”, agregó. 

Mientras trato de recordar al hombre que me hablaba despierta de lo buena que está Megan Fox en cualquier contexto de película que haga, en la intersección misma de Luis María Campos y Gral. Cheanault se hace presente un Jude Law perfecto, con lágrimas en los ojos y una declaración de amor en la punta de la lengua. Suficiente para imantar a todas las Anitas, Leonoras y Cloés, que cruzan la calle en términos de nanosegundos, gracias a sus piernas interminables y a mis poderes oníricos. 

Cualquier incauto podría decir que fue un acto de magia, les digo que fui yo: Mi amor imposible del mundo real desapareció. Prefiero evaporarlo a tener que verlo rodeado de Anitas, Leonoras y Cloés. 

Sólo quedamos el perro grande, John Cusack y yo, que seguimos hablando quién sabe de qué.


Luciana Cáncer.