lunes, 29 de julio de 2013

obsesión infinita (backstage)

Anoche me acosté después de las cuatro porque me quedé escribiendo la cuota diaria para Le Championat, la competencia de escribir a diario entre varios grupos de taller, en la que llevo casi veinte días. Nunca subí mis caracteres tan tarde. Bordeé las cinco por primera vez. 

Me fui a la cama pasada de rosca, después de un día dedicado por completo a Anastasia, mi sobrina de ocho años, que llegó a las nueve de la mañana, dispuesta a disfrutar de sus dos últimos días de vacaciones de invierno en Buenos Aires. La energía que demandan los chicos es total, superlativa. Por primera vez en dos semanas sentí el peso físico de tener que escribir para Le Championat. Después de un día entero haciendo actividades en museos y plazas de juegos, llegué a mi casa con la necesidad de bañarme, relajarme, mirar mis novelas y dormir. Pero me tenía que inventar el momento para escribir. ¿De qué? ¿Cuándo? ¿Con qué energía? Anastasia me propuso ayudarme, quería que llevara la computadora a la cama y que, juntas, escribiéramos una novela de amor como las que me gusta mirar. Mientras tanto yo me drogaba con un nuevo capítulo de Farsantes, que ejerce un poder extraño sobre mis instintos sexuales y hace que desee con todas mis fuerzas que Benjamín Vicuña y Julio Chávez se chapen cuanto antes; en una casa de campo donde se tienen que quedar porque, convenientemente, los sorprendió una tormenta fatal que los alejó de la posibilidad de volver a Buenos Aires y los dejó compartiendo una habitación en un caserón gigante; en el baño de un bar, borrachos y ataviados con camisetas blancas súper sexys; en el estudio de abogados que comparten, una especie de casa de barrio con patio y parrilla, pero devenida lugar de tráfico de chanchullos propios del rubro penalista y, básicamente, en donde sea que quieran chaparse, Vicuña y Chávez, de una buena vez. Tuve que explicarle a mi sobrina dos cosas: que no escribo novelas, sino textos desiguales con lo primero que se me viene a la cabeza, y que Julio Chávez, en la novela, está enamorado de Benjamín Vicuña. ¿Un hombre está enamorado de otro hombre?, me dijo con cara de sorpresa, y yo le dije que sí, que un hombre puede estar enamorado de otro hombre, así como una mujer puede estar enamorada de otra mujer. Ella se me quedó mirando como si le estuviera hablando en japonés, pero no dijo nada, prefirió maquinar para adentro, procesar en su pequeño reino la data fresca que yo le había tirado.

Antes del final de Farsantes se durmió, olvidada de que me quería ayudar a escribir una novela. Yo miré hasta que terminó, puse varios comentarios en twitter acerca del capítulo y me levanté a escribir. Me puse a delirar acerca del aspecto circular del mundo, inspirada en la muestra de Yayoi Kusama, que instaló la fiebre circular sobre la Avenida Figueroa Alcorta, forrando tipas y jacarandaes, cristales y escaleras mecánicas, de lunares en blanco y rojo. En el medio sufrí un principio de ataque de pánico, cuando el departamento se quedó negro, después de un ruido a corte de luz. Gracias a algo que no sé qué es, tal vez la energía emanada de mi buena conducta a lo largo de Le Championat, el corte duró menos de dos minutos. En ese lapso infinitesimal de tiempo, entre la 01:55 y la 01:57, temí, sin exagerar, lo peor. No subo mi cuota mínima caracteres, desbarato el cien por ciento de efectividad de mi grupo y tiro a la mierda la posibilidad de golear el campeonato. Las probabilidades de salir a buscar wi-fi o locutorios abiertos, con una sobrina de ocho años desplomada y roncando en el centro exacto de mi cama grande, eran nulas.

Pero vino la luz con ruido a vuelta de luz. Prendí la computadora, abrí el Word y mis hasta entonces más de siete mil caracteres estaban intactos. Tomada por el miedo obvio de un segundo corte, que por su cualidad de segundo dejaría de ser aviso y vendría para quedarse, decidí cargar todo lo que iba escribiendo en el google doc, para que quedara la cuota obligatoria cumplida en caso de nuevos inconvenientes.

Me dormí después de las cinco. A las siete me despertó Anastasia, fresca y descansada, con una pregunta fatal: “Tía, ¿qué hacemos hoy?”. No supe que responder. No podía mover los labios para contestar, ni los párpados para mirarla. Prendí la lámpara y le pedí que nos quedáramos un ratito más en la cama. Yo me sentía morir y ella irradiaba motricidad de su cuerpo de ocho años. Volví a saber de ella una hora después, cuando me desperté como si hubieran pasado cinco minutos, tal vez diez, como cada vez que apago el despertador y sigo de largo con la idea de seguir cinco minutos, tal vez diez, pero me despierto una hora después. Anastasia estaba sentada en la cama, me miraba fijamente, con esa ansiedad que presiona que tienen algunas miradas. Le pregunté si quería una chocolatada y me dijo que sí, como si llevara un mes deambulando por un desierto sin la más remota posibilidad de cruzarse con un oasis, o un charco, o una gota mínima de agua. No sé cómo hice para levantarme de la cama. Calenté leche en un jarrito destartalado que intoxica con olor a vaquelita quemada, preparé una taza de nesquik caliente y puse cuatro galletitas en un plato. Si querés jugá con la compu, le dije por decir algo que pudiera llegar a entretenerla. Después me desmayé en mi lado de la cama. Resulta que la leche estaba muy caliente para su gusto y las galletitas de avena con pasas de uva eran un atentado para el paladar acostumbrado al monopolio terrabusi. Esto lo supe dos horas después cuando me volví a despertar y vi el desayuno intacto en la mesita del living. Le ofrecí un yogur. Ella me vio bastante más despierta y volvió a la carga: “Tía, ¿qué hacemos hoy?”. Le inventé un itinerario. Abarroté el día de actividades, tantas que me agoté con la mera planificación: Primero vamos a Palermo a sacar entradas para ir al teatro a la función de 16:15. Después vamos a Cinemark a sacar entradas para el cine, a mí me gustaría Metegol, ¿a vos? Ah, no… ¿Monster University, querés?, ok. Después vamos a almorzar al Alto Palermo y, de paso compramos un regalito para mamá. Cruzamos al cine, vemos la película, tomamos un taxi y llegamos justo para la obra de teatro, ¿te parece? Todo esto, dicho rápido y sin respirar, detonó en los oídos de Anastasia como una explosión de felicidad vacacional.

Apenas pasadas las once salimos de casa, después de responder las preguntas de rutina del portero, que se preocupa mucho de mis movimientos, de mi salud mental y física, visiblemente deteriorada por mi falta de vacaciones, y de averiguar los componentes que conforman las pocas visitas que recibo durante el año. 

Anastasia es una fundamentalista del transporte público, así que hicimos varios trayectos en colectivo. Trayectos que yo hubiera preferido acortar levantándole la mano derecha al primer taxi que se nos acercaba. 

Hicimos la primera compra de entradas en el teatro de Palermo. Hicimos la segunda compra de entradas en el Cinemark, también de Palermo. Cruzamos al shoping homónimo por El Paseo del Sol, que a mediodía da más antro y deprimente de lo que ya da de tardecita y de noche. Barrimos los tres pisos en carreras de subidas y bajadas frenéticas de escaleras mecánicas, elemento altamente fetiche de mi sobrina, almorzamos en el tercer piso y volvimos al cine.

Entramos a la sala contentas. A mí, entrar a una sala de cine, siempre, me pone contenta. Es una de mis situaciones preferidas en el mundo, en el lugar que esté, y con la compañía que sea. En todos los viajes que hice, me dediqué a conocer un cine de la ciudad de turno. Es una manía, un placer, una necesidad. La película tardó en empezar, para desilusión de Anastasia, que me preguntó más de cinco veces “Tía, ¿cuándo empieza?”. Me choca la impaciencia, de las personas en general, y de mis seres más íntimos en particular. Tal vez porque yo no tengo problema de esperar a que llegue a algo que sé que vale la pena esperar. Soy así. Ayer esperé noventa minutos sobre Figueroa Alcorta, porque sabía que entrar al museo con mi sobrina, iba a ser una experiencia genial, para ella y para mí, pero más para ella. Tuve que apelar a todos mis recursos de calma de ansiedades para conseguir que hacer una cola de noventa minutos le ganara a la cajita feliz del Mc Donald del Paseo Alcorta. Sin embargo lo conseguí. Le conté un par de historias, la mandé a dibujar en una libretita que improvisé de mi cartera y, fundamentalmente, le hice decidir a ella, para que le quedara claro que si nos íbamos de la cola era por causa de su ansiedad, no de mi falta de paciencia. Hoy en el cine decidí no contestar. Cuando el ansioso se encuentra con la acumulación de silencio, se termina callando, porque el silencio espeja, el vacío devuelve las preguntas sin respuestas como si rebotaran contra un frontón.

Yo no quería contestar porque estaba fascinada con un corto animado que vino antes de la película. Una cosa tan pero tan hermosa, tan cargada de sensibilidad. Se trataba de una ciudad, un pico de urbanidad occidental, como podría ser Nueva York, París o Buenos Aires. Empezaba a llover con ruido a música. Esa percusión natural, hecha de elementos cotidianos, me recordó a Les Triplettes de Belleville, cuando las trillizas viejas y flacas hacen música frotando hojas de papel de diario, usando las parrillas de la heladera como cuerdas, y el caño de la aspiradora como vientos. El día que me metí a ver esa película fui tan feliz como hoy cuando me encontré, de casualidad, con ese corto. La lluvia se hacía cada vez más copiosa y la ciudad de cubría de paraguas. Sólo se veían edificios y hombres con cabeza de paraguas, todos envueltos en una rutina gris, menos uno, de color azul eléctrico y con expresión de felicidad cada vez que atajaba agua de lluvia, que algunos toldos caprichosos le descargaban como baldazos. El foco pasaba del paraguas azul a conjuntos de ventanas, semáforos y puertas, todos con forma de ojos y boca, ojos y boca que expresaban ansiedad, sorpresa, desilusión y demás. La cosa es que esas caras hechas de material urbano presenciaban la aparición de un paraguas rojo, con pestañas arqueadas y andar femenino. Y la acción empezaba a rondar en el encuentro y desencuentro de los únicos dos colores de la pantalla, el azul eléctrico y el rojo. Iban, venían, iban, venían, los ojos y las bocas de aliviaban por momentos, cuando parecía que se produciría el encuentro, se fruncían cuando se alejaban, y así. El ritmo de la pantalla era sensacional. Pero Anastasia seguía preguntando “¿Cuándo empieza la película, tía?” Cuando Anastasia se pone así, siento que es Bart, o Lisa, o Bart y Lisa juntos, preguntándole a Homero o a Marge cuánto falta para llegar, a coro sincronizado desde el asiento trasero del auto. Ya llega, es obvio que si compramos la entrada y estamos acá, es porque de un momento a otro, la película va a empezar, mientras tanto disfrutá de lo que estamos viendo, que es espectacular, traté de decirle. Pero fue como hablarle al balde de pochoclos del nene que estaba sentado atrás.

Después empezó Monster Universiy. Hermosa. ¿Qué puedo decir? Como dije antes, yo suelo entregarme adentro de la sala de cine. Y me animo a decir que los primeros veinte minutos de la película estuvieron igual de buenos que el resto, pero la verdad es que no los vi, porque decidí priorizar el sueño perdido. Me desmayé. Cabeceé sobre el lado derecho de mi cuello hasta dejarlo duro. Pero en cierto momento me despabilé. Nunca voy a saber qué clic se da en el cuerpo cuando, de un momento para el otro, decidimos salir del cabeceo constante para abrir bien los ojos y meternos, como si nada, en la película que se nos presenta avanzada y con relaciones consolidadas entre personajes que, al principio, apenas se reconocían. La cosa es que el gurrumín verde del uniojo comandaba un equipo de monstruitos perdedores, de lo más variopintos, en una competencia intergrupos con el objetivo de reivindicar su lugar en la Universidad de Monstruos. Como vi la versión doblada al español, la competencia se llamaba Sustolimpiadas. No pude evitar hacer la relación directa entre Le Championat y las Sustolimpiadas. Trabajo en equipo, fiebre de competir. Toda la vida expresada en las interrelaciones de esperpentos desparejos que viven detrás de las puertas de la humanidad, porque su mayor objetivo es llegar a trabajar de Asustadores de niños humanos, cuando lo que más les asusta, es toparse con cualquier representante de esa raza homogénea y fría. Tengo que escribir de esto, pensé, de la moraleja de Monster University, de la confianza entre compañeros, que se apoyan, se arengan, se dicen lo que hay que decir, y de la humanidad expuesta como terreno de peligro, de lejanía de la realidad.

No tuve tiempo de pensar. Teníamos que salir volando del cine para llegar a tiempo al teatro La Galera. La obra se llamaba C. Niciento. Hicimos una cola de cinco minutos que, aunque breve, volvió a despertar los impulsos ansiosos de Anastasia, que preguntó “Tía, ¿cuándo entramos?” más de cuatro veces. Entramos rápido, nos instalamos, y ahí llegó la otra pregunta “Tía, ¿cuándo empieza la obra?”. Repetí la fórmula de mi indefinición: “Ya va a empezar, esperá un ratito”. Pasó el ratito y empezó. Salieron tres payasos a escena y Anastasia hizo gesto como de esta obra es para nenes de jardín, yo pensé lo mismo. Pero después se ponía linda. Carlos Niciento, payaso y desocupado, empezaba a trabajar para una madre malvada de una hija malvada. Anastasia me miró contenta, cuando notó la relación que conectaba la historia del escenario con el cuento de La Cenicienta que ella esperaba. Respiré. Porque no puedo dejar de sentir que si propongo una salida soy responsable de que salga bien, de que el otro la disfrute y sienta que pude elegir bien para él. Ya sea que se trate de mi sobrina de ocho años, de amigos, de mi mamá o de una cita. Me sorprendí sonriendo y tarareando canciones, junto con otras mujeres, madres, tías, o hermanas mayores, que estaban en la misma que yo. Pensé en este rol tan femenino de asistir a espectáculos infantiles con los menores de la familia. Había tantas mujeres adultas como chicos en el público, contribuyendo a generar ese clima de comunión con los artistas, con aplausos, manos levantadas, culos bailando en el asiento, miradas de ansiedad para comprobar que el niño está satisfecho con el espectáculo, alivio.

Salimos contentas y exhaustas, con ganas de teletransportarnos a mi departamento, a cuarenta minutos de distancia. La opción más cercana a la teletransportación era el taxi, pero Anastasia quería viajar por debajo de la tierra, probar la experiencia sobrenatural de abordar trenes grafittiados, donde las almas se amontonan y juntan los gérmenes de manera obscena, para terror de mi hermana, que no puede curarse del todo de una sugestión de Gripe A que le tomó el centro neurálgico de sus miedos hace cuatro años. Y allá partimos. Estación Plaza Italia con destino a Estación Callao. Me vi la cara en la ventanilla del tren. Un fantasma. Una precuela de Monster Inc. mezclado con Carlos Niciento antes de la llegada de la plancha y el cepillo que hicieron las veces de hada madrina en la obra de La Galera.

Llegamos a casa. Intenté sentarme a escribir el principio de mi aporte diario para Le Championat, mientras Anastasia se internaba en una dosis de Disney Junior que le duró casi nada. Vino al lado mío a ofrecerme, nuevamente, ayuda para escribir una novela como las que me gusta mirar. Cerré todo. No puedo escribir con público. Supe que otra vez bordearía el horario límite.

Me metí en la ducha con la idea de abandonar mi aspecto fantasmal. Cuando salí Anastasia me recordó que nos teníamos que preparar para ir a la cena de mis amigos, en la otra punta de la ciudad. Yo estaba confiada en que mi cansancio era un reflejo del cansancio de mi sobrina, que desistiría de la idea de ir a la cena, yo me disculparía y nos quedaríamos tiradas en la cama un rato, hasta que recuperara fuerzas para levantarme a escribir. Error. Anastasia había tomado nota mental de toda la programación del día, hoy a las siete de la mañana, cuando me despertó con la pregunta “Tía, ¿qué hacemos hoy?” Así que llené la bañadera de agua y espuma con fragancia de rosas, la bañé, le lavé el pelo, la sequé, le elegí la ropa, la peiné, hablé con mi hermana para avisarle que estaba saliendo de noche en radiotaxi con la hija de ocho años, y salimos.

Llegamos a lo de Majo cuarenta minutos después. Anastasia se instaló en la cocina a colaborar con las destrezas culinarias de mi amiga, y yo me desplomé en un sofá mullido y blanco. Llegaron los otros amigos, Anastasia acompañó a Majo a abrir la puerta con cada nuevo timbrazo. Habló con todos. Yo no emití sonido. Salió al balcón. Puso la mesa. Comió dos panchos con guacamole. No paró. En el momento de la foto grupal, que se hizo ritual en cada encuentro, sacó de mi cartera una plancha de lunares de colores de la muestra de Yayoi Kusama y empezó a pegar lunares en todos los cachetes. Todos se dejaron, nos dejamos. Nos sacamos la foto. Llegó el radiotaxi de vuelta. Hizo puchero porque no se quería ir. Le expliqué que tenía que terminar de escribir. Se entusiasmó con ayudarme. Bajamos. Pasó el camino de vuelta leyendo carteles de neón y cabeceras de colectivos de cada unidad que cruzábamos. En el palier me pidió una foto de sus cachetes forrados de lunares. Prendió Disney Junior. Me senté a escribir. No me salía nada. Desde la cama me dijo que escribiera el día que pasamos juntas. Empecé a teclear dispuesta a usar su energía inagotable como tema del día, sabiéndome incapaz de fluir en cualquier otro tema que no fuera mi día con Anastasia.