sábado, 3 de agosto de 2013

la obsesiva

El problema de la obsesiva es que no sabe regular.

La obsesiva se levanta un sábado 20 de julio y sale a recorrer perfumerías porque el viernes a la noche se dio cuenta que se le acabó el perfume, cuando descubrió con horror, que el frasco que tenía lleno en la bolsa del Duty Free que le regaló la amiga, no era Eau de Parfum sino Eau de Toilette, una colonia poco persistente y de fragancia poco fiel. Pero es sábado, tiene que encontrarse con la troup de amigas de la secundaria en su pueblo natal, y necesita imperiosamente rociarse con una buena cantidad de su perfume característico.

Además, y como si esto fuera poco, mientras barre a paso rápido la Avenida Callao, desesperada y en contra mano, la obsesiva se da cuenta de que tuvo un olvido fundamental: no fue a retirar las botitas de charol al zapatero de la media cuadra de su trabajo. Tiene que cambiar de calzado. Tiene que elegir otra ropa porque la que tenía pensada sólo le gusta con las botitas de charol. Entonces revisa en su mente las perchas interminables y las cuatro hileras de muchos zapatos, que de tantos le cuesta elegir. 

El tema es que la obsesiva, está tomada desde hace dos semanas por una competencia que le ocupó todas las áreas y, sin darse cuenta, dejó de atender el resto de sus obsesiones.

Hay un taller de escritura, cinco grupos de alumnos escritores, un campeonato inter-grupos, un reglamento estricto, un objetivo mínimo de tres mil caracteres por día, una comisión de premios y otra de veedores, arengas mañaneras, compromiso por el grupo, amenazas de violación generalizada, cadenas interminables de mails con aprietes y alardes entre los jugadores estrella, tabla de posiciones fecha a fecha con relatos apasionantes del gurú y artífice de la gran locura; hay jerga futbolera, hay chicanas, una oda del alumno rebelde que no juega, y mira de afuera, y provoca, y parafrasea al Indio Solari para alzarse con el grito de que acumular caracteres y escribir por competir no es escribir; hay documentos compartidos cada día más gordos, planillas de Excel con recuentos y promedios inverosímiles, una fiesta al final del camino y una tabla de goleadores en nombre de Ernest Hemingway.

Entonces, la obsesiva, consciente de que su fortaleza será la verborragia, su capacidad de acumular carácter tras carácter, se lanza enloquecida a llenar páginas en blanco con el objetivo de hacer un aporte sustancial a la hora del desempate técnico por diferencia de caracteres. Y a medida que la competencia avanza, se marea de fervor competitivo y se quema las pestañas con la firme decisión de superar su propia marca. Porque cuando ve que su promedio sube y su nombre escala día tras día en la tabla de goleadores, vuelve a sentir esa adrenalina que tan bien conoce de cuando estudiaba y aspiraba a sacarse siempre diez. Entonces se esfuerza todos los días un poquito más, arriesga temas nuevos, se corre de su lenguaje habitual e inventa textos cada vez más largos. Tiene fiebre de escribir. Se pierde del objetivo. Rechaza dos invitaciones a coger. Duerme poco y baja el rendimiento laboral. Pero el sábado 20 de julio se despierta con la noticia de que está primera en la tabla de goleadores.

Y cuando por fin encuentra el perfume en una tienda de Talcahuano y Santa Fé, se conforma con la versión de cincuenta mililitros y respira aliviada; porque puede volver a lucir aquella fragancia que la identifica, y porque puede volver a ocuparse del campeonato de alumnos escritores. La vendedora, contenta con su primera venta del día, le regala cinco pases para turnos de maquillaje y limpieza de cutis, cinco, porque la obsesiva, por las dudas y para que no la vuelva a sorprender la falta de perfume, compró dos frascos en vez de uno.

Vuelve a la casa en taxi para no perder tiempo y se tira de cabeza a la computadora. Entonces ve el mail con la arenga del día. El compañero encargado de las arengas le dedicó un homenaje: es un video de Las Leonas, cantando el himno antes de una final, con Lucha Aimar (capitana, goleadora y eterna mejor jugadora) llorando. Lo que pasa es que la obsesiva se llama Luciana y la comparación con Lucha viene como anillo al dedo. Y cuando ve el video se envalentona y promete no defraudar al grupo y seguir superando su marca, porque es obsesiva y no sabe regular. 

Entonces llama a Lobos Bus y pospone dos horas el horario de la combi, cosa de tener la tarde enterita para abarrotar de caracteres la hoja en blanco, y llegar justo para la hora de cenar.

Pero la presión de haber llegado al primer puesto le empieza a picar. La excusa de que la carrera es contra otros se desvanece y salta a la vista que la obsesiva se gasta la vida luchando contra sí misma. Y se acuerda otra vez de la escuela secundaria, cuando tenía conducta de planta y sólo podía lucirse sacándose diez, porque lo social le daba pánico y para el deporte nunca tuvo aptitudes. La profesora de Educación Física era la protagonista de sus peores pesadillas, tanto que antes de cada clase sufría retorcijones de panza y escapadas al baño. Pero cuando la obsesiva se propone algo, saca fuerza de donde no la tiene, y lo consigue. Entonces a partir de tercer año, cuando se podía elegir un deporte específico y dejar atrás el muestreo de primero y segundo, se decidió por cestoball. Y un 21 de septiembre le peleó la pelota a Marisita, la estrella de quinto, que jugaba de centro y gastaba la cancha con sus piernas de futbolista, y embocó el punto que definió el triunfo de tercero en la Gimnasiada de ese año. Entonces la profesora pitó salpicando saliva a diestra y siniestra, sorprendida por el punto que había ganado la obsesiva, que embocaba al aro por alta y por voluntariosa, no por destreza. Y Marisita le dedicó una mirada de fuego, porque le había robado la última posibilidad de llevar a su equipo al lugar más alto del podio. Y las amigas la rodearon, vitorearon su nombre, dieron la vuelta olímpica. Y ella se prometió trabajar duro para seguir anotando tantos en el futuro, porque la obsesiva nunca ve el punto final, la obsesiva no sabe regular.

Pero tiene un fantasma que le sopla la nuca: la inseguridad.

Entonces aprovecha su viaje por el pasado y se acuerda de Gabi Sabatini. Fue su fan, aunque antes y después de ella jamás mostró interés por el tenis. Siguió todos sus partidos y aprendió el vocabulario específico gracias a ella. Tiene la certeza de que Gabi fue la mejor tenista de su generación, la más variada, la única capaz de combinar todos los golpes con rapidez y efectividad. Buena con el drive, oportuna con el globo y precisa con el smash, hasta llegó a levantar olas de público rival cuando sacó una Gran Willy de la galera de inventos nacionales, pero con el revés paralelo era capaz de asesinar. Ganó sus mejores partidos gracias a ese golpe genial, rasante y matador, con una rival cansada de pelotear, cada vez más forzada en la diagonal. Pero la obsesiva sabe que Gabi nunca llegó a número uno, que estuvo diez años en el top ten y el puesto más alto al que llegó fue cinco. Está segura de que el problema de Gabi estaba en el saque, o el servicio, como dicen los que hablan con extrema propiedad. El primero se le pasaba de fuerte o de débil, y en el segundo, la rival se aprovechaba de la confianza debilitada por haber errado el primero y le devolvía pelotas indevolvibles. Porque la obsesiva aprendió muy bien que el tenista que mete un saque espectacular de una, se tiene una confianza ciega, y si no mete el primero mete el segundo, y te hace un promedio de cinco o seis aces por partido. Pero Gabi era tímida y a los tímidos no les gustan las entradas triunfales, detestan mandarse la parte, les da incomodidad entrar a las fiestas con el reflector en la cara, entonces esperan una distracción del iluminador y aprovechan para colarse despacito, por el costado del círculo de luz. El gran show de expectativas los paraliza, los hace transpirar más de la cuenta, entonces a Gabi se la comían las doble faltas, salvo cuando podía abstraerse del mundo y se concentraba tanto que le ganaba partidos imposibles a Martina Navratilova, Steffi Graf y Mónica Seles. El domingo que le ganó la final del Abierto de Estados Unidos a Steffi Graf, la obsesiva fue testigo de un despliegue espectacular, un baile en dos sets contra su rival histórica, una alemana entrenada para matar, con una definición de muerte en forma de tie break. Recuerda que el público se vino abajo, la mata blanca y espesa de Osvaldo padre y el nido color zanahoria de Betty, anchos como pavos reales en la primera fila y Gabi haciéndole un apretón de brazos al aire, en ese gesto característico como de darse fuerza. El triunfo de la sudamericanidad, el triunfo de la voluntad, el triunfo de la timidez.

Pero la obsesiva se sienta a escribir y no le sale nada, está paralizada. Piensa en la palabra Lucha y no puede ver el apodo de su nombre, sino el presente en tercera persona del singular del verbo luchar. Tenés que seguir luchando, se dice a sí misma. Cuenta la diferencia de caracteres con el segundo de la tabla y se da cuenta que es mínima: apenas ochenta. Chequea la bandeja de entradas de gmail cada medio minuto, a la espera del mail irónico y descalificador del goleador desplazado, el Marisita de la Gimnasiada de tercer año, el Steffi Graf del Abierto de Estados Unidos de 1990.

Trata de retomar el cuento inconcluso de las tías inverosímiles, que el lunes intentó seguir y no pudo, entonces dedicó más de 19.000 caracteres a bardear las inconsistencias de todo lo que llevaba escrito, y cumplió su cuota del día con ese híbrido de género difícil de definir. Trata de escribir acerca de una idea que viene pensando, de un cineasta amateur que proyecta siempre el mismo western casero en la sala improvisada del pueblo, y cuando quiere cambiar la película se da cuenta de que los espectadores esperaban ver siempre la otra, que repiten los gestos y conocen de memoria cada parte y se divierten con eso, que lo que quieren es ser parte de la función. Entonces la obsesiva emprende la difícil tarea de ponerse en la piel de un narrador masculino, el director, pero en el segundo párrafo se da cuenta de que habla como mujer y abandona, desanimada. Busca, se esfuerza, tiene la cabeza repleta de ideas autorreferenciales, pero tiene miedo de aburrir a sus compañeros con esta costumbre de exponer sus miserias que le sale tan fácil. Escribe primeros renglones cuatro o cinco veces, borra, cierra todo.

Entonces se levanta, da vueltas por la habitación, se desviste, se da una ducha hirviendo, relaja la espalda cansada de encorvarse sobre el teclado, pone un disco de la Niña Pastori, se tira en la cama, responde saludos del día del amigo, se emociona con los fundamentales, extraña, tararea canciones dulces, respira hondo, estira el cuerpo largo y trata de no pensar. 

Pero no puede. Piensa que es obsesiva. Piensa que el problema de la obsesiva es que no sabe regular.