domingo, 19 de octubre de 2014

Llorar por estas cosas

-¿Ves? Esto es la edad. Llorar por estas cosas -Guille giró apenas la cabeza para decirlo y siguió aplaudiendo la entrada de las bandejas de ravioles.

Unos minutos antes, la voz de un animador había anunciado: ¡Se larga la primera tanda! Entonces nueve señoras vestidas con delantales blancos que tenían en la pechera un racimo de nísperos amarillos pintados a mano, habían salido del fondo, medio desfilando medio bailando al ritmo de una chacarera que empezó a sonar a todo volumen, zarandeando bandejas de ravioles con tuco. Entre las nueve señoras iban mi mamá, la mamá de Guille y la mamá de Juan Pablo. Con Guille somos amigas desde la salita de tres y con Juan Pablo apenas hubo una admiración platónica de mi parte que él supo dejar pasar.

-Lo que pasa es que el folklore me hace emocionar –dije mientras me secaba los ojos con una servilleta de papel que tuve que abollar para ocultar los manchones negros que quedaron calcados en el papel absorbente; un pegote mezcla de rímel y de ojitos de Jerusalem, restos de la noche anterior.

Era cierto. Con el folklore me pasa eso. Suena y es como si me apretaran un botón disparador de lágrimas. Igual que con algunas canciones de Serrat. Esos locos bajitos se nos parecen es llanto automático, aunque se volvió algo tan mecánico que ya no tiene emoción.

-Por eso. Es la edad. Tenemos 40 –dijo Guille otra vez. No me miró para hablar. Estaba concentrada en pasar los platos de ravioles que la mamá empezaba a servir.

Le dije que sí pero no estaba tan convencida. Soy llorona. Lloro por todo. Además, los rituales están hechos para llorar, o, si no para llorar, por lo menos para emocionarse. Y la raviolada a beneficio del hogar de ancianos de Lobos definitivamente era un ritual. Vi personas, familias enteras, que no veía desde hacía mucho tiempo. Mamá me presentó a sus compañeras de la Comisión Directiva del hogar como su hija del medio, la que no vive acá; no se acuerdan tanto de ella porque hace mucho que no la ven. Estaba contenta de poder compartir eso conmigo. A mí también me puso contenta. Ella y sus compañeras revoloteaban nerviosas entre la cocina y las mesas. Iban y venían con bandejas, paneras, botellas de vino tinto, agua mineral y Shweppes de pomelo. Querían que todo saliera perfecto. Era la primera vez que hacían la raviolada en el Club Madreselva y eso les generaba una dosis de nerviosismo extra. Además, afuera diluviaba y caían gotones de lluvia sobre el papel de estraza que forraba los tablones que hacían de mesas.

Mamá siempre hace cosas a beneficio para el hogar pero yo nunca le presté demasiada atención. Estoy acostumbrada a ver a mi mamá en actitud de dar. Está en su naturaleza. Cuando era soltera cuidaba a los hijos de un amigo que había enviudado muy joven. Eran dos nenas y un varón, Cuando yo era chica solía escuchar cuentos sobre ellos pero me costaba integrarlos a la vida de mamá, me costaba imaginarle una vida antes de ser mi mamá. Como mucho podía extenderme al nacimiento de mi hermana o al álbum de fotos de cuando se casó con mi papá que mi hermana y yo mirábamos a escondidas cuando queríamos ver a nuestros padres juntos, como si pudiéramos absorber las moléculas de esa antigua unión, de ese antiguo rol de madre acompañada por un hombre. Tomé conciencia de lo importante que había sido mamá para los hijos de su amigo viudo el día que el varón se iba a casar. Había elegido para casarse el día que mi hermana festejaba sus 15. Esa tarde fue a mi casa. Quería convencerla de que fuera testigo de la iglesia.

-Pero Babi, ¿cómo podés decirme que no? Te necesito ahí.
-Ya te expliqué. Es el cumpleaños de María. Tengo que estar con ella.
-Pero vos también sos una mamá para mí, Babi. Te estoy pidiendo por favor.

Me costó entender que Babi y mamá eran la misma persona, aunque ya sabía que ellos la llamaban así. Nunca supe qué pasó ahí. Por qué hicieron coincidir los dos eventos. Quién se descuidó. Quién puso a prueba a quién. Pero siempre pensé que fue cosa de él. Yo no podía creer en su planteo. Tenía la oreja pegada a la puerta que comunicaba la cocina con el living para poder escuchar. Él era hermoso y tenía la voz dulce. Siempre me había parecido irresistible pero en ese momento pensé que era un desubicado. ¿Cómo podía pedirle a mamá que llegara tarde a la fiesta de 15 de mi hermana? Tenía ganas de abrir la puerta y decirle que se fuera y que la dejara tranquila. Me dio pena mamá; tenía la voz llena de culpa y hablaba con lágrimas. Yo nunca la había visto llorar. Cuando fui más grande me contó que no había aprobado ese casamiento porque él no estaba enamorado; se había casado por obligación, presionado porque la novia estaba embarazada. Tal vez tuvo razón. Él sigue casado pero tiene fama de mujeriego y se dice que sembró varios hijos por ahí además de los que tuvo con la mujer. No sé qué habría pasado si no se hubiera casado con ella. Tal vez hubiera tenido una vida parecida pero con otra. Quién puede saberlo.

Mamá también cuidó a sus tíos solteros cuando se hicieron viejos y necesitaron de la ayuda que en general viene de los hijos. Sobre todo cuidó a su único tío varón. Tenía un nombre largo pero le decían Tato. Tato Cavalli. Era Doctor en Ciencias Económicas, pescador y criador de pájaros. Tenía ojos claros como mi abuela, como los cuatro hermanos Cavalli, y un bigote espeso que se iba poniendo cada vez más gris. Era muy alto. Escuché varios cuentos de excursiones de pesca en Corrientes donde mamá iba de invitada de honor. Le decía Vasca a ella; igual que los primos y algunos amigos de cuando era joven. Todavía era soltera y siempre cuenta que estar en el río con su tío Tato le daba paz. Tato pasaba por casa de vez en cuando. Se sentaba en el borde de la silla y a mí me costaba entender cómo era capaz de mantener el equilibrio sentado en esa posición. Decía Vasca esto, Vasca lo otro. Hablaban del campo de Zapiola; de impuestos que había que pagar y de alambrados que había que arreglar. Fumaba en pipa y tenía la ropa impregnada de olor a tabaco dulzón. Algunos sábados a la mañana, cuando acompañaba a mi abuela a comprar medias y pañuelos a la tienda La Gallega, lo veíamos sentado en su mesa de La Familia tomando café o Gancia. Lo saludábamos con la mano desde la ventana pero no entrábamos porque mi abuela decía que era un bar de hombres. A mí me daban ganas de que fuera más cariñoso para poder usarlo de abuelo porque no había conocido a ninguno de los dos, pero la verdad es que le tenía miedo. Cuando era chica, casi todos los hombres me daban miedo. Mi hermano, en cambio, se hizo pescador con él y aprendió los nombres de cada habitante de sus dos pajareras enormes. Lo visitaba todos los sábados; primero iba con mamá y después empezó a ir solo. Cuando Tato se enfermó, dejaba que lo cuide solamente mi mamá. Algunos años antes, mi abuela había hecho lo mismo.

A mi tía, la hermana menor de mamá, también la cuidó. Podría decirse que la vocación empezó con ella. Mamá tenía 12 años cuando mi tía nació y mi abuela le cedió el lugar de madre. La llevaba a su aula cuando lloraba en la salita de jardín, le cepillaba el pelo todas las noches antes de dormir y le cocinaba caramelos de azúcar quemada. Cuando estaba de novia con papá, la llevaba de paseo a Buenos Aires y a Mar del Plata. En Buenos Aires iban al Harrod’s de la calle Florida y mamá le compraba guantes y cadenitas. En Mar del Plata iban a comer al puerto. Siempre cuenta la vez que la maquilló y le prestó zapatos altos para que la dejaran entrar al casino con ella y con papá. Ahora las dos son madres y abuelas, pero mamá la sigue llamando todos los días para saber si necesita algo y mi tía aprovecha para contarle la última gracia de su nieta. A veces compiten para ver quién tiene el nieto más gracioso.

Mamá es maestra. Ya se jubiló pero sigue siendo maestra. De su carrera docente hay muchas historias. No podría contarlas a todas. Sólo sé que en Lobos, Olga Gorriño es una institución. Fue maestra o directora o inspectora o asesora de casi todo el pueblo. Cuando mi hermana y yo éramos chicas y mi hermano bebé, trabajaba en una escuela de campo. Viajaba todos los días en un Falcon rojo de techo negro. Manejaba ella y llevaba a otra maestra y a un alumno que vivía en el pueblo pero como se había quedado sin cupo, ella le había conseguido un lugar ahí. Los padres de los alumnos la trataban como si fuera parte de sus familias. Decían que le querían agradecer cómo trataba de bien a sus hijos, cómo los cuidaba, cuánto les enseñaba. Entonces nos invitaban a pasar domingos enteros en el campo. Mis hermanos y yo entrábamos en el combo por añadidura. Mamá siempre llevaba un bizcochuelo de vainilla relleno con dulce de leche y cubierto con chocolate y grana multicolor.

Ahora le cocina a los nietos, igual que nos cocinaba mi abuela. A veces la miro y reconozco algunos gestos. El único parecido físico que tienen es el metro setenta de estatura. Tampoco se parecen en el carácter. Pero cuando la veo cortar papas sobre la tabla de madera en la cocina, o dormitar sentada en el sillón del living con el tejido entre las manos y el zumbido uniforme del televisor, o sentarse contra la ventana a mirar los autos que pasan con algún nieto a upa, o jugar al chin-chón para entretener a otro nieto, o colgar la ropa recién lavada en la cuerda del patio para que se seque al sol, es como si estuviera viendo a mi abuela. Como si apretara el botón de refresh sobre los recuerdos de mi infancia y el resultado fueran estas nuevas imágenes, iguales pero renovadas.

Es posible que Guille tenga razón. Que todo esto sea cosa de la edad, del paso del tiempo. Tal vez fue eso lo que me hizo llorar cuando sonó la chacarera. O tal vez fue la conciencia de la capacidad de dar de mi mamá. A sus padres, a sus tíos, a sus alumnos, a sus compañeros de trabajo, a los viejos del hogar, a los hijos de su amigo viudo, a sus hijos, a sus hermanos, a sus sobrinos, a sus nietos. A todos. O la conciencia de mi incapacidad de recibir, muchas veces, su forma de dar. La colección de platos que rechacé y que rechazo desde que mi abuela no pudo cocinarnos más. Eso pasó hace mucho. No, gracias, no tengo hambre. La boca cerrada. La voluntad inquebrantable. No quiero que me des, mamá. No voy a comer más. Entonces la chacarera, los aplausos, las bandejas, los platos, la comida, los ojos a punto de explotar. Comer es dar y recibir. Hasta Cristo se da en forma de comida.

Los psicoanalistas parecen coincidir en que la anorexia de la hija mujer tiene que ver con la madre. Mi primera psicóloga me dijo que seguramente mi madre había sufrido anorexia y tuvo razón. Fue una anorexia distinta de la mía. Sin intención. Se deprimió cuando su padre se murió y el mío la engañó, todo a la vez, conmigo en la panza. Entonces dejó de sentir deseos de comer. A mí me costaba asociar una cosa con la otra. Para mí la anorexia siempre fue cosa mía. La única cosa que podía distinguir como propia. Hace algunos años, medio cansada del psicoanálisis pero sin la determinación suficiente para dejarlo, consulté a un terapeuta alternativo. Le hacía preguntas al universo apoyando las yemas de sus dedos en mis muñecas y leía las respuestas a través de un libro viejo. En otro momento de la consulta hacía sonar un cuenco tibetano y me pedía que piense en colores. Amarillo. Verde. Violeta. Me hacía reconstruir escenas traumáticas y culminarlas en un abrazo. Quería ayudarme a perdonar. Cuando terminó me dijo algunas cosas que ya sabía y otras que no. Volví dos o tres veces. La última vez me habló de un pacto de soledad. Algo que yo había hecho conmigo para mantenerme unida a mamá. Tu manera de estar cerca de tu mamá es parecerte a ella. Por eso estás sola. Por eso sos una mujer que se desenvuelve bien pero sola, igual que ella. Es posible. En ese momento me sonó bastante razonable pero no estaba lista para ese tipo de experiencias multisensoriales. Entonces volví al diván un tiempo más.

El año pasado mamá y yo hablamos de algunas cosas. Ella había venido a Buenos Aires a pasear. Caminamos por Recoleta, miramos vidrieras y compramos unos zapatos que le regalé por el día de la madre. Después vinimos a casa a tomar el te. Yo había estado tratando de escribir un texto sobre ella pero no se lo dije. Se dio una charla diferente, como si el hecho de estar en mi casa de Buenos Aires y no en la de Lobos hiciera fluir las palabras por otro riel. Le pregunté si se había vuelto a enamorar, si había tenido propuestas. Me dijo no a lo primero y sí a lo segundo. Propuestas tuve pero no quise. El amor me salió mal y sufrí mucho como para volver a probar. Me retiré. Pero estoy contenta con la vida que tuve. Trabajé de lo que me gustaba. Me dediqué a ustedes y no me equivoqué. Fue lo que quise hacer. Están bien los tres. Vos ahora también estás bien. Tengo a mis nietos, a mis hermanos, a mis sobrinos. Vivo donde quiero vivir. Lo único que lamento es haber extrañado tanto a mi papá, que se haya ido tan joven. Yo le dije que hacía poco había leído un texto de Fogwill, un autorretrato donde decía que todos los días extrañaba a sus padres, que cuanto más viejo se ponía, más los extrañaba. Mamá coincidió con un gesto de los ojos propio de ella. Tiene los ojos un poco árabes.

Después de los ravioles vinieron los helados y el show de folklore en vivo. Mamá se me acercó para pedirme que sacara fotos. Saqué algunas. A las mesas, a la banda, a los premios del sorteo que se iba a hacer después. Cuando terminé me acerqué a la cocina y les pedí a las nueve señoras que posaran para una foto. Se pusieron en fila contra la barra del club Madreselva. Abrazadas y sonrientes; luciendo orgullosas los delantales blancos que tenían en la pechera un racimo de nísperos amarillos pintados a mano.





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